Reseña
por Julián Madero Islas
En Galería Enrique Guerrero
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Aunque las exposiciones colectivas resultan, la mayoría de las veces, un castigo escolar, resulta significativo el esfuerzo de reunir el trabajo de seis artistas emergentes de Durango en la galería Enrique Guerrero. Si bien, invitar al público a reconstruir la identidad duranguense desde el subtítulo de la muestra pudiera parecer un tanto condescendiente, nos exige partir de la diferencia contextual para valorar la obra.
¿Arte local o universal?
La exposición actualiza la pregunta sobre los fenómenos locales y contextuales que suceden en el arte. La propuesta no parece tener aspiraciones globales ni responder a la demanda de una escena internacional guiada por un “régimen de singularidad” que sólo reconoce la pintura a condición de incorporar en ella la ironía como fachada[1].
Aquí la escena del arte internacional, con sus juegos y convenciones, resulta ajena. ¡Por supuesto que no existe un arte universal! Siempre que valoramos algo como arte lo hacemos desde una construcción contextual e ideológica. El subtítulo de la exposición es también un marco de referencia.
Escuela de Durango
Hace unas semanas escuché a Gerardo Muñoz (fundador de La Guerrera) referirse a un grupo de pinturas como “muy escuela de Durango”. Nunca he estado en Durango y prácticamente desconozco el norte del país, pero estuve pensando en ello porque, efectivamente, el estilo realista y certero comparte semejanzas con la obra de Leonardo Ortega, a quien agradezco el tiempo que se tomó para ponerme en contexto sobre la escena duranguense[2]. Ortega me contó que en la generación que le antecede hubo un marcado interés por la pintura figurativa, casi fotorrealista. Menciona algunos de los artistas de esa generación: Ricardo Fernández Ortega, Carlos Cárdenas y José Luis Ramírez, quienes, influenciados por la obra de Daniel Lezama y Luciano Spano, fomentaron una pintura de corte académico y figurativo. Una ojeada al trabajo de estos pintores revela una inclinación neoclásica cursilona, con atmósferas épicas fantásticas (Fernández), teñidas de rebeldía tumblriana (Cárdenas) y de divertimento estilístico (Ramírez). Iniciativas como la Bienal Regional del Noreste “Ángel Zárraga” y el trabajo tanto del galerista Guillermo Sepúlveda como del Colectivo Durango fueron claves en la promoción de la pintura figurativa academicista en generaciones posteriores. Este es el preámbulo que Leonardo me comparte sobre esa “isla de tierra” que es Victoria de Durango.
Rituales mínimos
Considerando el ostentoso estilo de la generación precedente, los trabajos autorreferenciales reunidos en Rituales mínimos se presentan honestos y realistas. A grandes rasgos, la exposición se percibe un tanto escolar, en la medida en que las obras evidencian un acercamiento inmediato y bastante literal a la realidad y a la propia identidad. Ciertamente, el conjunto de imágenes resulta familiar. Dicho lo anterior, las piezas consiguen capturar la pesadez del aire cuando el sol no deja sombra sin calentar y el tiempo parece detenerse a la puerta de un Oxxo.
Las piezas de Paulina Medina consiguen retratar el tedio al trasladarse, trabajar y soportar la luz que carcome. En las pinturas de Ramona Rocha también aparece el tedio, pero como una sensación que proviene del mismo hacer pictórico, el cual se vuelve repetitivo al considerar los detalles que reconocemos en una tienda de conveniencia: las consabidas marcas, las cajetillas de cigarro, el uniforme. Una pintura más pequeña evoca, desde su plasticidad, la liberación de la figuración en la abstracción de la vida nocturna. El Durango de Rocha es una ciudad espectral teñida de melancolía.
Al mirar las pinturas de Fernanda Morales no puedo más que acompañarla en el laborioso trabajo de pintar una fotografía. Reconocer las imágenes de niñxs que llenan los álbumes familiares. Piezas que son estudios. Infancias ya inscritas en un sistema hecho y deshecho. Por otro lado, en los cuadros de Jackelyn González el tedio se ha postrado indiferente en los rincones de una casa: encuadres domésticos, un costumbrismo deshabitado, el bochorno de la luz complementado por templadas sombras. Un gatito mira desde el patio.
Las pinturas de Manuel Sánchez, de acuerdo con el texto de sala, entablan un diálogo con Edward Hopper: sobre todo con la soledad doméstica del sueño norteamericano cincuentero, habitado exclusivamente por mujeres. Unx se pregunta, ¿a dónde se fueron los hombres? La solución plástica, algo tosca y poco detallada, adquiere una cualidad semi-clásica intrigante.
Las obras de Michelle Galaviz también evocan la pátina del sueño norteamericano, sólo que aquí parasitado por usos y costumbres que desentonan con el mobiliario. Naturalezas muertas: macetas en el lavadero, flores en botes de plástico y botellas de vidrio. Discretos gestos pictóricos rasgan la superficie fotográfica de los motivos retratados. Algunas frases escritas en las etiquetas añaden un contrapunto afectivo a la literalidad visual: “AMOR”, “La fragilidad sostiene”, “Contemplar la vida”, “Todo lo que no se ve todo eso es lo que soy”.
Me pregunto sobre el sentido de copiar una fotografía, aún concediendo la posibilidad de que en estas pinturas no interviniera foto alguna, que se trate de observación directa. ¿Es que la mirada se ha vuelto fotomecánica? ¿Es que la imaginación se ha doblegado a la evidencia de la imagen lumínica? Observo las imágenes reunidas. Un largo bostezo del tiempo. Una ciudad flotando en el bochorno del mediodía. ¿Podremos ver algo más allá de lo visible?
[1] Nathalie Heinich, El paradigma del arte contemporáneo. Estructuras de una revolución artística. (Madrid: Casimiro, 2017).
[2] Leonardo me compartió su perspectiva de lo que entiende por “escuela de Durango”, sin embargo, lo vertido aquí es mi interpretación y soy el único responsable de estas líneas.
Publicado el 15 junio 2025