No se puede ser buchona y mínimal al mismo tiempo: entrevista a Lucía Oceguera
por Sofía Ortiz
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No quiero llegar con las manos vacías a casa de Lucía, pero la hora ––2 de la tarde–– no me inspira a ofrendar el six que normalmente llevaría. En su lugar, llevo una baguette, dos aguacates y cuatro tunas. Lucía vive con su gatita, Sombra, en un departamento pequeño y muy ordenado. “¡Qué bonita luz!”, le digo.
Se sienta en un sillón enfrente de mí. Detrás de ella hay un muro con varias piezas enmarcadas: dioramas, esculturas, collages y dibujos. Me llama la atención un pequeño folleto color azul-desvanecido dentro de un marco demasiado grande para sus dimensiones. En la portada hay una pareja sonriente y arriba de ellos un encabezado: “LA CASTIDAD: una virtud para nuestros tiempos”. Lucía lo encontró en el buró de su hermana. Había más panfletos, entre ellos, “RELATIVISMO” y “SOLETRÍA: VOCACIÓN O FRUSTRACIÓN”. Su mamá los dejó a la mano para que sus hijas los encontraran y vaya que Lucía los encontró. Todavía no lo sé, pero el folleto enmarcado está girando.
Lucía creció en Culiacán, rodeada de hermanas y bling: escuela del Opus Dei, ceja delgada, clases de actividades femeninas, delineador oscuro, playeras de BEBE con diamantes y jeans con estampados de Versace. “Siempre fui contreras”, me dice. Quiero ver las fotos que atestiguan su adolescencia disidente pero todavía no me las manda.
Mi primer contacto con Lucía fue vía Instagram, cuando aún portaba el nombre de buchona minimal. “Es una broma”, me dice, “no se puede ser buchona y minimal al mismo tiempo”. Sin embargo, es justo ahí, entre lo exagerado y lo elemental, que su obra se desenvuelve. Las primeras piezas que conocí de Lucía fueron unas placas de cemento con diamantes incrustados en forma de constelación; una depuración del afán norteño por el atasque brillante.
“Fue la primera vez que usé el diamante como material. Escogí Orión porque es la constelación que me ayuda a encontrar un signo de interrogación en las estrellas. Desde chiquita lo veía, era esa cosa de voltear y decir claro cielo, tú me entiendes, tú tampoco sabes. Quería que el material, el cemento, abrazara la piedra. Los diamantes son de diferente valuación, unos más caros que otros. Me los compré en el Mercado de Garmendia, pero aquí todos valen lo mismo y todos son iguales”.
Me quedo con la idea de que quiere que los diamantes se sientan abrazados y me doy cuenta de que Lucía siente un cariño singular por los objetos. Durante nuestra plática, menciona varias veces que quiere cambiarle el destino a las cosas; que visualiza el punto de vista de los objetos que guarda. Me la imagino como una especie de San Francisco de Asís, rescatando chácharas en vez de animales.
Estamos paradas en su no-taller (el segundo cuarto de su departamento, espacio provisional pandémico), coloca en mi mano un pequeño USB en forma de una botella de Malibú. Inmediatamente es 2002, estoy en el cuarto de mi amiga tomando shots apurados. De manera similar, el pequeño tótem de almacenamiento y alcohol la remite al momento en el cual perdió su virginidad: así surge la idea para una pieza nueva.
Lucía Oceguera, Fuck off my joy, 2019. Cortesía de la artista
Lucía trabaja a partir de encontrar y traducir metáforas; de un objeto azarosamente colocado junto otro nace una idea, misma que reconoce, atrapa y aterriza.
“Mi proceso casi siempre empieza a partir de ponerme a limpiar; parto de lo anecdótico, una piedrita, un anillo, algo que lleva mucho tiempo a mi lado. En ese proceso de ordenar termina una cosa a lado de otra y algo pasa, una idea surge”.
Cuando encontró los folletos en el buró de su hermana en Culiacán decidió ponerlos a girar sobre su propio eje, los montó sobre motores de reloj. Volteo a ver “LA CASTIDAD” y noto que giró 90 grados desde la última vez que la vi, atrapada en la imposibilidad de su discurso circular. Lucía puede ser empática con algunos objetos, pero muy cruel con otros. “Sin embargo, también son cosas que no puedo forzar, no me puedo poner a trabajar así nada más; por lo mismo luego me cuesta trabajo tener continuidad. Tengo que esperar a que me llegue una idea”. Vuelvo a ver su depa tan ordenado y pienso en Lucía esperando sus ideas, una Penélope en la Santa Maria Rivera, con guantes de látex en vez de hilos.
“Mandé a traer arena de Culiacán”, dice mientras miro la botellita de Malibú. “Perdí mi virginidad en la playa. Quiero hacer una caja de cristal, con un vitral que repita la escena de la etiqueta de Malibú y la canción que recuerdo sonar esa noche”. Me enseña un diagrama limpio y ordenado de la escena que tiene en mente. Parte de su proceso consiste en encontrar la manera de producir sus piezas, un reto que a menudo conlleva un camino serpentoso y sorprendente. Me señala a una escultura con dos cerillos que detienen un pequeño diamante entre sus puntas. “Estuve en Casa Wabi en 2018 cuando pensé en esta pieza. Los cerillos los fui a fabricar a Tultepec, donde hacen los cuetes. Quería que fueran realmente explosivos. Sólo podía llevar pocas cosas y llevé mis objetos favoritos”. Me señala otra pieza: el contorno dorado de una moneda de diez pesos incrustada en un fragmento de pirita con dos lápices cuyas puntas se encuentran en el centro de la moneda.
“Busco gestos sencillos entre objetos, que se confrontan o que coinciden”.
Lucía Oceguera, Esperando/Andando, (Sobre el Relativismo) 2019. Cortesía de la artista
Me muestra más piezas. Llaman mi atención sus “trofeos relativistas”, pequeñas maquetas con objetos variopintos: un mini pizarrón, una mini coca-cola coreana, imágenes de manos apuntando entre sí. Me dice que eligió los objetos a partir de buscar “relativismo” en Google Images. Cada maqueta tiene su propia lupa; la invitación para estudiar seriamente el absurdo me hace reir. Hay una ligereza en cómo acomoda y ejecuta su trabajo, aun cuando aborda temáticas pesadas. Recientemente empezó a producir lápidas en cerámica ––“estamos con la muerte muy presente”, me dice–– con frases cómo “paciencia”o “espera sin prisa pero avanza sin pausa”. Las tumbas son pequeñas e imperfectas, darks y al mismo tiempo redondeadas como una tipografía Comic Sans.
Lucía Oceguera, Flowers for you, (The last picture) 2012. Cortesía de la artista
“Estos últimos meses han sido muy raros, pero reconozco que las piezas que más me gustan son las que salen de estos momentos de crisis”.
Me muestra una de las piezas que nunca venderá; una foto en blanco y negro de unos matorrales sobre la que bordó plantas coloridas. “Es la foto de donde encontraron el cuerpo de mi primer novio, el mismo de la playa y del Malibú. La idea era cambiar esa última foto de él y cubrir el cuerpo con la maleza bordada para que quedara disfrazado”.
Ver la obra de Lucía es conocer su historia, tanto su inconformidad como su ternura por el mundo que la rodea. Bromeamos que salió del clóset el 2016 con su expo individual en el Museo de Sinaloa; es decir, el clóset culiacanense que decreta que el deseo más ferviente femenino será un anillo en el dedo y un par de hijos en una van.
“Yo daba visitas guiadas y la respuesta de las personas al trabajo, especialmente las chavas de secundaria, era mucho más cercana al discurso que quería transmitir. Entendían el gesto de reducir y sofisticar los materiales de su cotidianidad. Les volaba la cabeza entender que eso era arte”.
Se queda callada un momento.
“Para hacer arte no necesitas virtud o facilidad... necesitas fe”.
Qué buen final para la entrevista, pienso.
“LA CASTIDAD” completa su vuelta.
Lucía Oceguera, Coincidencia Intencional No.2, 2018. Cortesía de la artista