Hologramas dulces. Sobre la exposición 'sombras' de Luz Carabaño en Lulu
por Mariel Vela
->
Tiempo de lectura
5 min
Siempre que intento pensar en torno a la pintura siento una incompetencia extraña. Surge la sospecha de un misterio sin resolver y la obligación de hacer una lectura más allá del placer de experimentarla, de inscribirla en un contexto o una escena actual de la que no estoy consciente. Las angustias de la historiadora no son las mismas que las de la pintora. Antes de sentarme a hacer y deshacer este texto decidí volver a leer a Amy Sillman, una pintora que escribe, para sentirme alentada.
“Hace poco estaba hablando con un famoso historiador del arte y le pregunté si sabía que diferentes pigmentos pesan distinto; y que si a un pintor se le vendaran los ojos y se le pusieran en las manos dos tubos de pintura diferentes, el pintor sabría en qué mano tiene un tubo de rojo de cadmio y cuál un tubo de violeta de cobalto. El historiador del arte dijo que no, que no lo sabía. Esto fue un shock: nunca había reparado en la idea de que un historiador del arte podría haber contemplado el color, pero nunca haber sostenido el color.”*1 Amy Sillman
Llegué a la exposición sombras, de Luz Carabaño en Lulu, con esta cita como una consigna. “Voy a sostener los colores con los ojos”, pensé. Al llegar, vi que se asomaba una pintura al fondo, enmarcada por la entrada de la galería. Dos marcos de cemento se superponen, primero el rojo cereza y después el crema, seguidos de una cortina de metal, más al fondo una superficie de madera clara y al final el destello ultra-blanco del muro. La pintura titulada bodegón (2022), minúscula en comparación a la proporción de todos estos marcos, se defiende de tal manera que pareciera haber emanado toda esta fachada para coronarse a sí misma. Una pequeña reina siniestra. La parte superior del lienzo irregular es de un violeta espectral surcado por un rojo quemado, ferroso y muy caliente del cual emergen naranjas sanguíneos. Al centro están sus figuras negras, como frutas o catorce pupilas de un negro opaco como el carbón.
Luz Carabaño, Bodegón, 2022. Cortesía de Lulu
Bruno Enciso, quien trabaja en la galería, me guió hacia adentro. La tarima elevada tan característica de Lulu ahora está pintada de un color llamado Langostino que vuelve cálido el espacio. A pesar de que los tonos en las pinturas de Luz Carabaño son fríos, las sombras que aparecen en ellas implican la existencia de un sol o en este caso de un suelo soleado. “Un tono grisáceo habría creado una atmósfera demasiado invernal”, dice Bruno. Los muros blancos sobre los cuales se encuentran montadas, todas fuera de centro, funcionan como espacios de movilidad que contrastan con la exquisita tensión de sus linos. En desplazamiento (2022)*2, las líneas azuladas nos incitan a hacer un recorrido que a pesar de estar contenido en los bordes irregulares del bastidor, sugiere el mismo fenómeno óptico que borra aquello que se mueve lo suficientemente rápido; un deslizamiento sobre los verdes.
Vista de la exposición de Luz Carabaño, Sombras, Lulu, 2023. Cortesía de Lulu
Volviendo a Amy Sillman, uno de mis momentos favoritos del ensayo “On Color”, es cuando habla de las recetas, preparaciones y técnicas utilizadas para dar ciertos tratamientos a las superficies en la pintura: “Los pintores discuten constantemente estas superficies, las tocan, las acarician, las repasan con esponjas y raspadores especiales, con cepillos hechos de pelo de cabra o visón o mangosta, con mangos de madera dura o bambú.”*2 ¿Cómo cambia nuestra relación con un color o una forma cuando su textura es satinada, lustrosa, grumosa o polvosa? En el texto de sala de la exposición, se describe la apariencia de las pinturas de Carabaño como casi de holograma o que parecen emerger y esfumarse. El óleo se siente acuoso y rociado delicadamente sobre el gesso, posiblemente diluido con aguarrás o trementina.
Luz Carabaño, Cluster, 2022. Cortesía de Lulu
“Es como betún”, le digo a Bruno mientras me acerco al filo de la pintura titulada cluster (2022). De lado se observa lo grueso de las capas lijadas sobre el lino. “Alguien me dijo el otro día que le recordaba al glaseado que tienen las galletas”, me responde. Pienso en la palabra en inglés para betún: frosting, que probablemente viene de frost (escarcha), una capa delgada de hielo sobre una superficie. Y también, pienso en la palabra cluster que significa bunch o bonche en español. Un bonche de sombras, moras, cardos, violetas africanas, de azúcar derretida y enfriada. Me doy cuenta que esta es la que más me gusta porque me la quiero comer. Sostengo la sensación y la guardo en esa hendidura entre la curiosidad sensorial y la intelectual, para después.