Campeche presenta la muestra colectiva Aire Fresco en el Verano del Amor en la que participan Abraham González Pacheco, Abraham Julian Togar, Alejandra Avilés, Andrés Garay, Ángel Marcano, Anousha Mohtashami, Ayako Sakuragi, Bayo Álvaro, Eun Sol Lee, Gabriel Moraes Aquino, Guillermo Santamarina, Javier Carro, Gustavo Rodríguez Valtierra, Jazael Olguin Zapata, Marcela Calderón Bony, Milana Gabriel, Mónica Herrera, Salvador Xharicata, Obed Calixto, Rita Ponce de León, Sofía Bonilla Otoya, Sarah Konté y Wayzatta Fernández, con actividades y eventos paralelos con múltiples amistades y cómplices.
Una exposición organizada por Abraham Cruzvillegas.
Soñamos y -tocando la infraleve transparencia cristalina e invertida de la Lacandonia schismatica- sentimos en el abductor del pulgar la mordida de la cabezona nauyaca, cuya piel se transforma en la de alguien más, tal vez una entidad intermedia, suculenta pegajosa, hecha de chicle, sudor de axila, de cola, de pelos y de látex. Un chupón pendiente de una cadena de sucesos.
Humilladx en su escala y proporción, salivando, acariciamos el porvenir -que de muchas maneras ha sido un permanente transbordo al pasado que sigue sucediendo día a día- mientras rumiamos nuestras penas de finísimas suelas rojas.
Y acumulando esa baba densa, enzimática y sabrosa, jugosa, irrigamos, nutrimos y hacemos que la materia goce, roce, retoce y reconocemos que nuestra identidad no es una. Escupida en su recipiente momentáneo, pedestal, escultura, bacinilla y árbol, algo brota, de menos con este calor, echaremos raíces.
Y mientras seguimos transpirando, sonreímos, sólo percibimos su boca, pero sabemos que encierra los relatos de generaciones de juglares y bardos, que se llaman de otra manera en otra lengua, con su lengua, húmeda y cálida, transmitiendo un saber que ya no se llama, solo llama.
Roto el contrato simbiótico con la naturaleza, eventualmente refrendamos un posible vínculo restaurativo, que veces se llama kintsugi, pero sigo segando troncos, devastando y recalentando la olla en la que nos freimos, nos inundamos y nos ahogamos en mi narcisista cantaleta ineficiente.
El ssssssssssssssssss ssssssssssssssssss sssssssssssssssssss de la norteña crótalo nos recuerda su serpentina danza, su liturgia indispensable para hacer renacer lo que tenga que ser, soltando también su hermosilla envoltura fantasmagórica.
Y nuestros espectros danzan de aquí para allá, retinianos y olfativos, discretos, nebulosos, agitadores, nunca agitados, recordándonos nuestra liviana realidad, hacktivista, revolucionaria, pero sin panfletos ni propaganda.
Nos refleja, incluye todo, el universo que contempla nuestra humildad minúscula y quebradiza, angularmente polivalente, plural, del tamaño de mis manos. Especulativa, la escultura da fé de un posible pisotón que ampara todas las posibilidades. Soy nuestro dentro monstruoso, bizarro y mimético.
Levantándose de entre nuestros huesos, nos posicionamos como poderosos, la pantorrilla dura y muscular que quiere pugnar por una identidad compleja: la del espectáculo ferviente que acaricia con el ojo y que se frena ante la vulnerabilidad de la carne trémula. Su didáctica es la de la resistencia, en todos los sentidos.
Plasmada en la superficie bruñida de un plato de cerámica, lamiéndonos y a nuestra -momentánea- pareja, reivindicamos nuestra pertenencia al reino animal, sudando, gimiendo e ignorando la moral reproductiva, para no hablar de la religiosa: insistimos en la posibilidad de la renovación del deseo, como soñamos desde el año de la playa bajo el pavimento.
Claro que siempre habrá quien murmure, quien conspire: ‘El crepúsculo de la vida profesional decrece desproporcionalmente con la inestabilidad del mercado, por más que la líbido se incremente, no necesariamente el ingreso acuda de manera estable y regular’. Esa es una de las conversaciones en esa casi microscópica esquina del dibujo.
En la más ligera parte de nuestro insomnio, tal vez del sueño, o de la inopia de la agotadora vigilia, revolvemos en pequeñisimos fragmentos nuestra identidad múltiple y generosa, se multiplica en casi cada vez menos de casi todo, pedacitos de papel que significan sin tener que afirmar esto o lo otro, toma forma en el espacio. Somos.
Conectamos entonces, sin soltar nuestro vinilo, y nos acurrucamos, en la palabra, en lo que decidimos que sea la imagen, el sonido y la inercia de un placer innombrable, que avienta el teléfono por la ventana y que llama a sí mismx de maneras distintas y contradictorias, es el yo múltiple al que aspiramos secretamente (con sus siete atributos), ese que es plenamente todo, con todo, y con todxs.
Queremos tomarnos una taza dentada de algo que nos prenda, una tizana, un té, una infusión, y en our platito -también organizado colmilludamente- sentar un pastelillo sabroso, vienés, hanseático, madrileño, de donde sea, pero que pueda ayudar a replantearse la cremallera o el engrane como formas sensuales y compartibles de placer.
Como la silla de ruedas consuetudinaria, que talla una escultura en su tránsito cotidiano hacia el lugar del reposo y del complot, marcando en su esquina la experiencia plena de la inconsciencia, optamos por reconocer al tacto los chingadacitos y las peladuras en la carrocería. Con nuestras lijaduras y nuestras franelas recomponemos una paleta que incluye en una sola mirada la historia de la pintura y la de los accidentes de tránsito.
Desmoronando los muros de Bonampak, Cacaxtla, Palacio Nacional, de la capilla de Asís y de la Sixtina, hundimos el dedo en la mezcla de la que deviene piel y carne cuata de un hallazgo arqueológico por descubrir, mañana a las doce meridiano, adentro del horno de una estufa.
En nuestra indigencia más primordial, con su único ojo, nos sorprende paradxs en este quicio, donde la redundante pregunta aniquila cualquier respuesta, y nuestra púber mirada responde con todas las demás preguntas posibles, nos troca en lo que vemos, sin volvernos de sal, ni de piedra.
De la misma manera, cuando alguien nos escucha, a veces en secreto, no encuentra verdades, y tampoco puede dejar de oír, pues, como el anuncio lo aclara, no tiene manera de poner barreras, ni tapándose las orejas con las manos, ni los ojos, ni la boca: percibimos y somos perceptibles.
Nuestras cenizas despiertan en la urna de cobaltos y celestes, donde los grafiti, la historieta, el pasquín, la Riso, y la lluvia que se mete por entre los cables de luz, festejan la imposibilidad de detener la energía, nuestra alegría, nuestra tragedia y nuestras posibles sanaciones.
Sin dejar caer nada en el trayecto que va del plato a la boca intuímos un retrato sigiloso y discreto, casi nimio en su humildad, y tres veces nos repetimos la pregunta que redunda en otras, nunca en respuesta ni conclusión. ¿Soy? ¿Somos?
Nos sujetamos entonces de nuestra propia imagen, que naturalmente no nos ha pertenecido desde hace algunos siglos, arrancada de tajo con las manos que ilustran la portada de nuestro librito de texto gratuito de lecturas, las del arquitecto suicida genial, el que se mató tres veces, el mismo que pintó el mural que celebra a La Gran Gertrudis, el de la biblioteca de la antigua capital del imperio de Los Que Se Visitan.
Con la ligereza de los dos lados de nuestro diente, la hoja se humedece y evapora rápida la dulzura del néctar tropical de la semilla huérfana de la palmera, en Marsella, en Quito, en Mallorca, en Tánger, en San Pedro Sula, en Doha, en La Quebrada y en el Posto Nove, produciendo otra inundación entre los belfos.
Haciéndose nudos, escurriéndose, deslizándose entre nuestros dedos, la materia cobra sentido sólo cuando puede -otra vez- ser inestable, suspendida en el tiempo y en el espacio, se muerde la cola, regresa y exige su lugar, su momento y pide a gritos silencio, mientras se poliniza.
Léase por favor este enredo como un quipu, de tal manera que provoque una epifanía solferina y esmeralda, como los lunares en la espalda baja de alguien -bocabajo sobre la grama del parque Panhandle, o en Barra de Potosí, o en Chacahua, o en San Agustinillo, o en Chacalilla, o en el tristemente célebre parque de la Bombilla- abrazadxs por la(s) persona(s) amada(s) y por el Aire Fresco En El Verano del Amor.
— Abraham Cruzvillegas