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Memorias de dos expos | Yolanda Ceballos y Gwladys Alonzo

Reseña

Memorias de dos expos | Yolanda Ceballos y Gwladys Alonzo

por Othiana Roffiel

En Galería Hilario Galguera

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Tiempo de lectura

6 min

En 2013 Yolanda Ceballos (México, 1985) se cruza con un terreno en Monterrey, en este yacían los restos de una casa que acababa de ser demolida. En ese momento, Yolanda contemplaba dejar su carrera como arquitecta.

En 2015 Gwladys Alonzo (Francia, 1990) pasa el verano trabajando como guía en un búnker en Saint-Nazaire, localidad en la costa oeste de Francia repleta de refugios construidos durante la Segunda Guerra Mundial. En ese momento, la madre de Gwladys vivía en aquella ciudad.

A partir de ese terreno y de ese día, Ceballos comienza un registro de todos los lotes con los que se encuentra que contienen construcciones derruidas: ciento ochenta a la fecha. Más seducida por la destrucción que por la construcción, Yolanda eventualmente deja la arquitectura. Actualmente en Galería Hilario Galguera la artista, originaria de Monterrey, presenta Cinco de septiembre de dos mil dieciséis. Terreno #42, muestra individual realizada ex profeso, la cual surge a partir del descubrimiento de dicho terreno en esa fecha. En los últimos años, Yolanda regresa al terreno en cinco ocasiones.

Yolanda Ceballos, 81, 2019, Yeso y alambre recocido sobre tela, 196 x 196 x 7 cm. Cortesía Galería Hilario Galguera. Foto: Sergio López
Yolanda Ceballos, 81, 2019, Yeso y alambre recocido sobre tela, 196 x 196 x 7 cm. Cortesía Galería Hilario Galguera. Foto: Sergio López

Después de aquellos meses en Saint-Nazaire, Gwladys visita México por primera vez —pasa su cumpleaños veinticinco en Torreón, en un hostal de lo más cutre. Años después, se vuelve a tropezar con un búnker, solo que en esta ocasión no se trata de un refugio de guerra en una ciudad francesa, sino de una bóveda en el barrio de la San Rafael, en la Ciudad de México. El lugar, que alguna vez fungió como la caja fuerte de una fábrica de joyería, ahora es un espacio de exposición conocido como “el búnker”, el cual actualmente alberga una de dos partes de la muestra individual de Alonzo, El vicio del peso.

Vista de exposición: Gwladys Alonzo, El vicio del peso, Centro Cultural Rosas Moreno 68 (El Búnker). Cortesía Galería Hilario Galguera. foto: Sergio López
Vista de exposición: Gwladys Alonzo, El vicio del peso, Centro Cultural Rosas Moreno 68 (El Búnker). Cortesía Galería Hilario Galguera. foto: Sergio López

El búnker* se encuentra dentro de lo que ahora es el Centro Cultural Rosas Moreno 68, localizado a la vuelta de Galería Hilario Galguera, en donde continua la exposición de Alonzo, en la terraza. Para llegar a la muestra de Alonzo, forzosamente tienes que pasar por la de Ceballos. Aunque las dos exposiciones son independientes, inevitablemente la memoria de lo vivido en una es llevada a la otra.

El sol está por ponerse en la azotea de Hilario Galguera. Me encuentro entre seis esculturas de Alonzo, varias de ellas se asemejan a las piezas que se exhiben en el búnker, pero la manera en la que mi cuerpo transita este espacio es totalmente distinta. Aquí las obras se vuelven parte del entorno, existen en sintonía con los árboles, con el cielo y con la arquitectura misma de la azotea. Siento alivio. En los confines del búnker, las esculturas no solo se sentían enclaustradas, sino también cobraban una vida propia: los cuerpos de concreto se abalanzaban sobre mi cuerpo. En el búnker estuve cinco minutos (se sintieron como el doble) y en la azotea de Hilario Galguera estuve treinta (se sintieron como quince).

Vista de exposición: Gwladys Alonzo, El vicio del peso, Terraza Galería Hilario Galguera. Cortesía Galería Hilario Galguera. Foto: Sergio López
Vista de exposición: Gwladys Alonzo, El vicio del peso, Terraza Galería Hilario Galguera. Cortesía Galería Hilario Galguera. Foto: Sergio López

Pienso en las catorce piezas de Ceballos en la sala final de la galería (fue lo último que vi antes de subir a la azotea). La obra de ambas es altamente matérica, su corporalidad es innegable. Las piezas demandan al cuerpo: detenerse y moverse, acercarse y alejarse, tensarse y relajarse; reclaman al espacio: ser acogidas y rechazadas; exigen al tiempo: transitar y detenerse. Tanto Alonzo como Ceballos construyen sus obras prácticamente con los mismos elementos, varillas y una mezcla de cemento blanco con marmolina, materiales que registran el paso del tiempo de maneras muy peculiares y poéticas: adquieren carácter al ser expuestos a distintos factores ambientales y temporales, y aunque el color y la textura de ambos cambia, no pierden su fuerza.

Vista de exposición: Yolanda Ceballos, Cinco de septiembre de dos mil dieciséis. Terreno 42, Galería Hilario Galguera. Cortesía Galería Hilario Galguera. Foto: Sergio López
Vista de exposición: Yolanda Ceballos, Cinco de septiembre de dos mil dieciséis. Terreno 42, Galería Hilario Galguera. Cortesía Galería Hilario Galguera. Foto: Sergio López

En las piezas de Ceballos predomina el blanco del cemento y el color emerge solo con el pasar del tiempo; en el caso de estas catorce piezas, a causa del agua estancada en la base que es absorbida poco a poco por el cemento y como resultado este cambia sutilmente de tono. Mientras que la mayoría de las esculturas de Alonzo son de distintos colores, creados a partir de los pigmentos para cemento con los que tiñe la mezcla.

La esencia del cuerpo de trabajo de estas dos artistas es distinta y su obra acontece de maneras diferentes. Para Ceballos, el concreto, que al humedecerse con el tiempo se endurece más, actúa como la memoria, siempre cambiante. Ceballos convierte planos físicos en planos mentales; parte de derrumbes para erguir obras de arte. Sus piezas se transforman mientras las vemos (por ejemplo, a causa del proceso de oxidación del alambre inmerso en el yeso), sin embargo esto ocurre a una velocidad tan lenta que el cambio es imperceptible para la mirada y se manifestará solo con el pasar de los meses. Lo más probable es que si en un futuro vuelvo a converger con alguna pieza de Ceballos, esta luzca distinta. Lo que vi ese día solo perdurará en mi memoria.

La forma en la que Alonzo se aproxima a esta mezcla de concreto y marmolina es de una naturaleza distinta a la de Ceballos. Para Alonzo esta pasta es simultáneamente abrasiva, mantecosa, pegajosa, asquerosa y seductora. La manera en la que la manipula es un juego muy serio; la salpica, la embarra. Nacen formas en constante tensión: simultáneamente rígidas y flácidas, sin duda fálicas; son incomodas y juguetonas, fascinan y repelan.

Mientras que para Ceballos esta mezcla de cemento es una metáfora de la memoria, para Alonzo es algo mucho más visceral, es betún o mierda. Guácala, ¡qué rico! El tiempo en las obras de Gwladys transcurre distinto que en las de Yolanda: las piezas de Yolanda existen en un vaivén entre el pasado y el futuro, su poesía está en su capacidad de devenir en el tiempo, mientras que las de Gwladys se desdoblan en el presente.

Quisiera recordar cada peculiaridad de Cinco de septiembre de dos mil dieciséis. Terreno #42 y de El vicio del peso; quisiera poder describir cada recoveco de cada pieza, lo que estaba pensando mientras me encontraba inmersa en el claustrofóbico búnker con las obras de Alonzo o embobada frente el avasallador blanco de una de las piezas sobre muro de Ceballos, pero hay cosas que la mente olvida. No obstante, a través de múltiples impresiones sensoriales y físicas, mi cuerpo regresa a esos recuerdos.

¿Será el vicio del recordar?

*El búnker se puede visitar por cita únicamente

Publicado el 23 oct 2019