↓
 ↓
¿Cómo curamos esta historia?

Ensayo

¿Cómo curamos esta historia?

por María Emilia Fernández

->

Tiempo de lectura

8 min

¿Cómo
contar
una
historia hecha añicos?
Convirtiéndote
lentamente
en todos.
No,
convirtiéndote lentamente en todo.
Arundhati Roy*

Llevo tres meses sin ir a trabajar al museo. En vez de eso, me siento en mi comedor, que también hace de escritorio, frente a mi computadora, y contesto correos, leo, investigo y escribo textos sobre obras de arte. Hago prácticamente lo mismo que hacía antes, pero ahora, desde mi casa. Mis días transcurren haciendo listas, palomeando pendientes – lo que sea para mantener un semblante de orden y control bastante imaginarios. Y es que, si tuviera que definir el trabajo que hacía antes, condensándolo en una sola palabra, diría que me dedicaba a planear. Pero la pandemia, que ha cerrado temporalmente el museo, también trajo consigo una incertidumbre contagiosa. A nivel curatorial, el programa de exposiciones ha tenido que reinventarse varias veces en las últimas semanas y los planes, por lo menos de aquí al 2022, se hacen a sabiendas de que todo podría volver a cambiar en un instante.

Siendo franca, lo que rige mi rutina no son mis tareas pendientes en el museo, sino el paisaje sonoro que se crea en mi barrio: los sonidos, el espacio y el tiempo que están conectados de un modo mucho mas íntimo del que antes podía reconocer. Ahora conozco el inventario completo de ruidos, voces, maullidos y ladridos de la vecindad en la que vivo. Sé que son las 9am porque el vecino de enfrente canta a pleno pulmón cuando sale a pasear a sus perros, sé que ya es medio día cuando la mujer del departamento de arriba sale al sol a hablar de facturas, y sé que es de noche cuando la pareja que vive abajo hace el amor o discute a gritos en italiano. Así mido mi día.

En todo caso, el ritmo de esta nueva normalidad ha abierto una especie de paréntesis – una pausa o una conjunción que se alarga indefinidamente, en la que me pregunto: “¿De qué sirve la curaduría en un momento así?”. Siempre he creído que una curadora es alguien que recrea y reinterpreta, una y otra vez, el caos de la historia. Alguien capaz de enrarecer la realidad. En su mejor versión, este trabajo comparte algo de la mirada de los niños, una imaginación que interrumpe la normalidad del mundo tal y como lo conocemos. Si nos vamos a lo más elemental, las curadoras cuentan historias, sólo que al narrarlas pueden rasgar el velo de lo que, a fuerza de costumbre o resignación, nos hemos acostumbrado a contar de cierta forma.

Parte de la magia consiste en no olvidar la historia cuando una se ve inundada por los detalles de planeación y gestión que implica la curaduría: las listas de obra, los textos de sala y las cédulas, la relación con las coleccionistas y los museos que prestan obras, los malabares de los presupuestos y la comunicación entre los equipos de una institución. Pero al final siempre regreso a la tarea de narrar, aunque sea, como escribe Valeria Luiselli en Desierto Sonoro, “a sabiendas de que las historias no arreglan ni salvan a nadie, pero quizás hacen del mundo un lugar más complejo y a la vez más tolerable. Y a veces, sólo a veces, más hermoso.”(*2)

Ilustración de Santiago Moyao basada en la obra de Lygia Clark, Guantes Sensoriales, 1968
Ilustración de Santiago Moyao basada en la obra de Lygia Clark, Guantes Sensoriales, 1968

Lo que la pandemia me ha hecho cuestionar no es tanto esta tarea esencial de narrar, sino el lenguaje que usamos para contar dichas historias. Pienso en las palabras de la artista y teórica alemana, Hito Steyerl, sobre las prácticas curatoriales, y en cómo “se trata más bien de crear articulaciones inesperadas que no se limiten a representar modos precarios de vida o a representar lo social como tal, sino que presenten articulaciones arriesgadas, al tiempo audaces y presuntuosas, de objetos y de relaciones entre objetos, y que alberguen la posibilidad de convertirse en modelos para futuras formas de conexión.”(*3). Me dispongo entonces en este encierro a aprender a escuchar lo que nos dicen las cosas, sin afán de traducir su lenguaje, tomando nota de lo que pasa entre un tanque de oxígeno y una ventana abierta, entre una lámpara prendida y un termómetro.

La amenaza del contagio ha vuelto tangible nuestra vulnerabilidad; no sólo en relación con la salud sino entendida como una búsqueda de cercanía y entrega a otros cuerpos, como un deseo de intimidad. Releo un texto de la traductora e investigadora Irmgard Emmelhainz, una especie de carta donde sugiere hacer las paces con nuestros cuerpos y su fragilidad, con el dolor y el miedo a perder el control. (*4) Es ella quien cita el poema de Arundhati Roy que me acompaña estos días en que dos personas cercanas a mí estuvieron gravemente enfermas. Sus testimonios dicen que “es como transitar por lugares de la mente y del cuerpo que no sabes que existen, lugares oscuros, infiernos, pero que luego pasa y es como si no existieran otra vez. Se vuelven de nuevo inaccesibles, inimaginables."(*5) En medio de esos infiernos, “te aferras al miedo porque llega un punto en que es lo único que te queda. Es el miedo al bicho, pero también a dejarte ir por completo, y sí sientes que te vas… Por eso luego, aunque ya te sientes mejor, sigues teniendo miedo. Como que tu cuerpo no lo suelta." (*6) Las escucho y sospecho que entre la fiebre y la fatiga se toparon de frente con el todo, pero pudieron volver.

Ilustración de Santiago Moyao basada en una fotografía de Lygia Clark portando Máscara abismo com tapa-olhos, 1968
Ilustración de Santiago Moyao basada en una fotografía de Lygia Clark portando Máscara abismo com tapa-olhos, 1968

A las dos personas convalecientes que conozco, se les ve mucho más conscientes de su cuerpo, de cada respiración. El tapabocas tiene un efecto similar. Las mascarillas y caretas de plástico que veo cuando voy al súper me recuerdan a las propuestas de Lygia Clark, cuyos trajes y máscaras sensoriales proponían enmudecer ciertos sentidos para sobre-estimular otros. Negarles la luz a los ojos para poner al oído en estado de alerta, o encontrar a través del tacto una nueva forma de aproximarse al otro. El parecido de estos dispositivos con las precauciones sanitarias que toma el personal médico contra la Covid-19 es mera coincidencia, pero el efecto es muy parecido. Como curadora, me pregunto: “¿Cuántas obras de arte no hemos visto que buscan hacer al espectador más consciente de su cuerpo en el espacio?”. Pienso en el tejido humano que articulaba el Divisor de Lygia Pape, un organismo que caminaba por las calles y permitía a los participantes sentir la fuerza del individuo sobre el flujo colectivo. Cuántas instalaciones y performances no nos invitaron a sentir, a oler, a voltear a vernos a nosotros mismos viendo, sin poner en juego el bienestar de nadie, sin incomodar la soberbia que acompaña a la salud.

Lygia Pape, Divisor, 1968; performance en el Museu de Arte Moderna, Rio de Janeiro, 1990
Projeto Lygia Pape. Foto: Paula Pape. Recuperado de: nybooks.com
Lygia Pape, Divisor, 1968; performance en el Museu de Arte Moderna, Rio de Janeiro, 1990 Projeto Lygia Pape. Foto: Paula Pape. Recuperado de: nybooks.com

Sigo las noticias y me queda claro que, en el mejor de los casos, estamos un poco rotos. Ya no es sólo la pandemia, que se ha vuelto un macabro telón de fondo, sino es el asesinato de George Floyd, estrangulado lentamente por un policía que no se inmutó ante sus súplicas. Esa imagen no deja de perseguirme, por el enojo y los escalofríos que me provoca. Pero otras noticias también apuntan a que estamos malheridos, destrozados: la muerte de Giovanni en manos de un grupo de policías por no traer un cubre bocas, la crisis del calentamiento global y los feminicidios que el gobierno de este país insiste en invisibilizar. Todo esto me confirma el diagnóstico: estamos hechos girones por dentro. Y aunque los sonidos de mi vecindad puedan tener un ritmo paliativo, más allá se escucha un cuerpo social fracturado.

¿Y de qué sirve la curaduría en un momento así? Fue mi madre quien hace poco me preguntó sobre la conexión entre curar como sinónimo de sanar y curar en el sentido de planear exposiciones. En su momento hice caso omiso del comentario y llevé la plática por otro lado, pero cuando ella se enfermó su pregunta no hizo más que cobrar fuerza. Entre más le doy vueltas más veo cómo sus significados se acercan, se hablan el uno al otro. ¿Y si curar fuera una forma de dar sentido a nuestros fragmentos? Una manera de organizar heridas, de historiar las voces que cuestionan, de cicatrizar a través de narrar los desencuentros. Si lo que tenemos son retazos, ¿cómo curamos esta historia?

Ilustración de Santiago Moyao basada en la obra de Lygia Clark, O eu e o tu: série roupa-corpo-roupa, 1967
Ilustración de Santiago Moyao basada en la obra de Lygia Clark, O eu e o tu: série roupa-corpo-roupa, 1967

La escritora agradece a Valentina Ramona de Jesús Uribe por sus amorosos comentarios al borrador.

*1 Arundhati Roy. The Ministry of Utmost Happiness. Nueva York: Knopf, 2017. p.442. Traducción de José Enrique Fernández

*2 Valeria Luiselli. Desierto Sonoro. Ciudad de México: Editorial Sexto Piso, 2019. p232

*3 Hito Steyerl. “El lenguaje de las cosas”, traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos. Junio 2006. https://transversal.at/transversal/0606/steyerl/es

*4 Irmgard Emmelhainz, “Shattering and Healing” en eflux, Journal #96 - enero 2019. https://www.e-flux.com/journal/96/244461/shattering-and-healing/

*5 María Eugenia Nadurille, junio 2020

*6 Juana Becerril, junio 2020

Publicado el 26 jun 2020