Somos el mundo de aquellos gestos: sobre 'Atlas Western' de Chantal Peñalosa
por Sandra Sánchez
En el MUAC
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El cuarto frío y oscuro –pero no tanto como un cine–, amplio y con una sola banca al centro. Una voz nítida, artificial por entrenada, que no es la de la artista, narra e inunda cada uno de los poros de la sala. Pienso en Chris Marker, en su voz sin drama, en el ensayo vuelto imagen movimiento, en la impotencia: la renuncia al clímax; también en la decisión de no querer hacer equivaler el sonido y sus gramáticas de sentido con la imagen para contar una historia: la invitación al pensamiento más que a la linealidad. Viene a mi mente Harun Farocki, quien también estuvo a la vista en este museo. Pensar es arriesgarse, transitar la terracería a sabiendas del zigzag, de la posible inoperatividad y del fracaso (heroico ya) de contar lo que sucedió tal como sucedió: abrazar la invención, sospechar: saberse moira entre moiras, apenas momentáneamente.
Atlas Western es un ensayo audiovisual que parte de un set cinematográfico: Cine Pueblo, construido a las afueras de Tecate, Baja California, para recrear al Viejo Oeste. Chantal Peñalosa se aproxima a él como si fuera un archivo tridimensional que abre, acomoda, analiza y vuelve a montar para nosotros, aquí y ahora. El paisaje era igual de ambos lados / La frontera hacia que del lado sur todo fuera más barato, más atractivo*1. Un salón, una comisaría, un banco y otros escenarios. El proyecto no funcionó: el western estaba en declive. El pensamiento de la artista se sitúa alrededor del infortunio. La sensación de planear una fiesta sorpresa para un jefe que no llega, al que no le importa no llegar; los regalos abandonados sobre la mesa. La disparidad entre lo planeado y la velocidad del deseo que se movió a otra parte, a otra imagen.
La ilusión del género cinematográfico se deja escuchar a lo largo de la película: diálogos, tonos, lugares comunes. El viejísimo y asqueroso gesto patriarcal de vencer al otro a costa de su vida. El espejismo del honor. Los duelos que sostienen un nombre propio porque el propio nombre descansa en la maldición del individuo y no en la alianza de un agenciamiento colectivo.
Me irritan las risas de los vaqueros: me irrita la hipóstasis de dignidad (y sus recovecos de belleza), me irrita la muerte insulsa. Me exaspera el imaginario de pistolas y balazos; la actualización simbólica de la tragedia envuelta en hombría y código decoroso. Habrá quien diga justamente que el western no es uno y no es sólo eso o no es eso todo el tiempo, pero en medio de la sala, a ello me conduce el soliloquio de la voz entrenada, como cuando en un café escuchas una historia y empiezas a conectarla con tus aberraciones y entusiasmos.
Mientras, los ojos miran el tiempo transcurrido, el tiempo de abandono, visible en los andrajos del set. La artista colocó sobre las ruinas algunas pinturas-escenografías de íconos del género que ondean al ritmo del viento del lugar. Sí, la geografía se deja ver por el efecto de los aires sobre los cuerpos.
Chantal aventura una hipótesis: en este lugar no se filmó nada porque los gestos se escaparon del set y ya no había nada que filmar… los gestos migraron a la vida cotidiana… los gestos se apoderaron del espacio público… los cuerpos caídos en otros lados… somos el mundo de aquellos gestos.
Frente a la pantalla hay esculturas sobre un estrado mínimo. No estorban, pero están presentes. Esculturas sobre el suelo y también sobre delgadas líneas que funcionan como base. Esculturas que me recuerdan al trabajo de Nairy Baghramian, pero que en este lugar representan espacios negativos que se producen al adoptar las poses de las películas. También hay dibujos que comienzan en el pasillo e inundan la sala: trazados negros sobre grandes superficies blancas que diagraman escenarios. Los dibujos escriben la codificación de las corporalidades y movimientos a partir del sistema de notación coreográfica Laban. No logro leer su sentido, más bien se me aparecen como post-its gigantes que acompañan al proceso de investigación-invención. Por supuesto, estamos en medio de una instalación.
Boris Groys en su ensayo “Política de la instalación” (Caja negra, 2014) hace una división importante entre la figura del curador y la del instalador. El curador “administra [el] espacio de exhibición en nombre del público, como su representante. Por lo tanto, el rol del curador es salvaguardar el carácter público de este espacio”, mientras que el instalador insiste en ejercer la autonomía del arte sobre él.
La instalación opera como un modo de privatización simbólica del espacio público de una exhibición. Puede ser una exhibición estándar y curada pero su espacio está diseñado de acuerdo a la voluntad soberana de un artista individual que, supuestamente, no tiene que justificar públicamente la selección de los objetos que incluyó o la organización de la totalidad del espacio de la instalación.
La instalación puede pensarse como un ejercicio democrático en tanto puede acceder a ella cualquiera, cualsea. La soberanía es exterior a la apertura democrática de la instalación; el artista, al instalar, pone las reglas del juego. Aunque cada espectadorx decida su recorrido y repare en tal o cual cosa, el tránsito está diseñado por el artista, que se mantiene fuera. Si bien, no controla la diversidad de experiencias, traza los límites, guía y decide los márgenes y sus contenidos. El artista actúa como legislador, como soberano del espacio de la instalación*2. Groys insiste: la democracia se instaura por un acto que la precede, el del soberano-artista.
Vistas de la exposición Chantal Peñalosa. Atlas Western. MUAC. 20/11/2021-27/03/2022. Fotografía Oliver Santana.
En la instalación, la sensación de flâneurie está controlada, al igual que en las ciudades. El/La/Le flâneur sabe de la escena y del control del soberano, pero sostiene su práctica al transitar por la experiencia misma del transitar, sin querer comprar nada y sin endeudarse con los signos. Un signo te endeuda cuando se hipostasia (naturaliza) la correspondencia entre el significante y el significado, el significado se enviste despótico: ordenador pseudo universal de una realidad dada, que omite los devenires y las contingencias. Signo unidireccional, signo tirano.
Voz en off: Un hombre recargado contra el muro, la mirada perdida en el paisaje. Otro hombre le dispara, la sangre cae y los ojos permanecen abiertos ya sin vida. [...] Los gestos migraron a la vida cotidiana. Los gestos se apoderaron del espacio público. Somos el mundo de aquellos gestos. [...] Imagino su cautela, sus caídas; siguen vigentes en otros cuerpos; en la calle y en las noticias.
Están los géneros: ficción y no ficción, pero la mímesis no sabe de géneros. Uno aprende a amar, a besar, a desear, a configurar el nombre propio en el cine; en las novelas, en las películas, en el porno, en las series, en las telenovelas, en la publicidad... Participamos (consumimos) las articulaciones preparadas por el soberano: artista, mercadólogo, presidente. Ahí, en la escena, los símbolos se encarnan hasta circular en la performática de la vida misma, en el cuerpo y sus imágenes (identificaciones) cotidianas. Tal vez el western me causa desconfianza porque no crecí en medio de sus gestos. Porque cada vez que veo una pistola se me eriza la piel y siento miedo.
Peñalosa va a Cine Pueblo y en la soberanía de su práctica nos muestra su mal de archivo, su recuerdo de infancia, su selección cuidadosa, sus secuencias, sus cortes, su montaje y sobre todo, su lectura: somos el mundo de aquellos gestos, el western dejó de ser necesario porque transitó a la vida. Una desconfianza que ya la teoría crítica tenía: por un lado, el arte crítico, por otro, el espectáculo, el consumo masivo que nos aleja de la emancipación. Pero reprimir no sirve de nada, sabemos que ante la represión llega la repetición: el retorno de lo real es inminente. Tampoco señalar el síntoma, Freud se dio cuenta que de nada servía decirle a la analizante el entramado de su historia.
¿Qué hace la artista con su soberanía?, me pregunto después de ver Atlas Western. En este caso, creo que lo que Chantal trabaja es el reverso de la fantasía, la tramoya –y su fracaso. ¿Qué nos sucede?, ¿a qué nos convoca? Señala sin duda la costura, la producción perversa y/o azarosa del engaño. Trabaja con el lenguaje que la efectúa y sus consecuencias en lo íntimo. La operación de instauración de la realidad por la operación soberana del filme se desparrama sobre la vida.
También murmura sobre aquello que se queda sin imagen en la pantalla grande, la infinita tristeza de nuestras guerras: la pobreza, el narcotráfico, las inhumanas condiciones de los migrantes, los feminicidios… Imagino su cautela, sus caídas; siguen vigentes en otros cuerpos; en la calle y en las noticias. Ahí no hay imagen que pueda producir la fantasía de una historia lineal y moral: con sus buenos y sus malos (como lo hacen algunas series), con sus alianzas definidas y su posibilidad de salida. Y no es que el narcotráfico y las demás violencias no produzcan sus imágenes, lo hacen –nos horrorizan, las forcluimos– sino que esas imágenes siguen estando diseñadas desde el déspota, el amo, el violentador. Los brazos extendidos sobre la propia sangre.
Al final de la película los sonidos de las balas son alegres, gritos heroicos y aventura, sonidos de caballos, ritmo y musical. Eso pertenece al cine y, en su fuga, a cierta performática de la vida: empapa signos y deseos. La gramática del western (y de cualquier género) es un conjunto de herramientas dispuestas para vestir —consciente o inconscientemente— una subjetividad.
Vistas de la exposición Chantal Peñalosa. Atlas Western. MUAC. 20/11/2021-27/03/2022. Fotografía Oliver Santana.
Pienso en un dramaturgo y sus clases sobre Shakespeare. Después de la tragedia, antes de que el público se fuera, salía un bailarín a calmar los ánimos, a acentuar la fantasía de la puesta en escena. Uno sale de Atlas Western y los gritos se escuchan en las esquinas de las ciudades. No hay sutura posible. Tampoco hay nihilismo, no podemos darnos ese lujo.
Segunda hipótesis: Sabemos que el camino se parece en sus repeticiones. Entonces, podemos anticipar una pequeña desviación, como en Caminhando (1963) de Lygia Clark, bajo los ojos de Suely Rolnik. Construir (deconstruir y desaprender, sin promesa de efectividad) lo público y lo privado; dejar de separar de una vez por todas lo íntimo de lo social. Susurrar y esparcir rumores que alteren, en su tránsito, las historias donde el uno se intercambia por el común. Escribir a 4, 6, 8 manos. Activismos y vitalismos en medio del dolor. Una concepción de la acción política que admita sin culpa que no todo el tiempo podemos estar en medio de la acción política porque la cuerpx necesita cuidados y eso también es acción política.
Dice Hevda en Teoría de la mujer enferma que “la protesta más anticapitalista que se puede hacer es cuidar de otras personas y cuidar de una misma [...] tomarnos en serio en cuanto a nuestras vulnerabilidades, fragilidades y precariedades”. ¿Renunciar a la soberanía? ¿Ensayar autonomías agrietadas? “Un mundo donde quepan muchos mundos”. ¿Soberanear en colectivo? Flâneurie, manos tendidas e interacciones sin deuda. En medio de los gritos, la posibilidad de un trabajo en conjunto y sus ineludibles fracasos.