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Joshua Jobb

Joshua Jobb

Naturaleza lúdica

Exposición

-> 15 oct 2020 – 30 oct 2020

Piedritas en el desierto de Torreón

Torreón de castillo no tiene nada. Es un desierto. Lleno de tierra, polvo y piedras pequeñas como finos granos de oro. De todo lo que me dijo el Perro sentado en la silla Acapulco durante las últimas semanas de abril, quizá lo que me resultó más extraño, incluso absurdo, fue que alguien pudiera intentar patinar en el desierto, que alguien fuera exclusivamente allí a buscar un tramo en medio de la arena para deslizarse o para lanzarse cuesta abajo por una de sus dunas. Ya habíamos hablado de Torreón en otros momentos, pero esa tarde volví a preguntárselo. Debieron ser cinco o seis años los que viví en Torreón. Todo era vagabundeo, me dijo. De morros íbamos a buscar películas. Las rentaban en un lugar que quedaba como a quince calles de la casa. Por esos años estaban en auge los videoclubs. También patinábamos mucho. Pero realmente lo único que no he dejado de hacer desde que llegué de vuelta a la Ciudad de México es mirar el piso. ¿El piso?, pregunté. Sí, me dijo. Es una costumbre que me quedó de Torreón. Encendió un cigarrillo y miró durante un rato por la ventana del edificio. Parecía decidido a contarme algo que no había mencionado en las otras ocasiones, o tal vez fue el tono naranja del ocaso lo que trajo de vuelta un recuerdo cubierto por una pátina de herrumbre. Al fondo se veía pasar uno que otro auto por el segundo piso del anillo periférico. Torreón, a huevo, me cambió cosas, mi carnal. Un día decidimos ir a patinar en las afueras, en las dunas de Bilbao, que según decían otros compitas había que caerle, estaban como a una hora. Debían ser las dos o tres de la tarde. Tomamos un camión. Cruzamos la calzada Saltillo y el Boulevard Revolución. El chofer estaba escuchando una cumbia a un volumen altísimo y así salimos de la ciudad hacia el este. El paisaje fue cambiando lentamente, de las palmeras altas y los escasos árboles a los arbustos pequeños comidos por la aridez, y luego estaba la arena conservando algunos matorrales y extendiéndose como un manto interminable hasta las montañas. Bajamos en un lugar en medio de la nada y nos adentramos en el desierto buscando las dunas. Al cabo de un rato encontramos una. Era de mediana altura y lo suficientemente suave como para que pudiera deslizarse la tabla. El primero en intentarlo fue el Sopas. Le quitó las llantas a la patineta, subió con la tabla a la cresta y como si estuviera en un half-pipe se lanzó en picada, agachado y teniéndose la gorra. Una mano en la gorra y otra, al principio, en la punta de la tabla, y luego en el aire, en posición horizontal, haciendo equilibrio como para no correr el riesgo de caer y rasparse. Duró unos segundos y no pareció difícil. No tardamos en intentarlo los demás. El Noise se pegó una caída de la chingada. Recuerdo que al subir era fácil que los pies se hundieran y cada que me lanzaba veía el reflejo del sol, puntilloso, sobre algunas zonas del desierto.

Durante esa tarde, árida y calurosa, estuvimos deslizándonos sin parar. Mis zapatos estaban llenos de arena, mis medias también. Por más que las sacudiera seguían quedando algunos granos diminutos atrapados en la tela. Ya estábamos sentados en un lugar desde el que podíamos divisar gran parte del desierto. Nos quedamos allí hasta que vimos una tormenta al fondo. El gris oscuro e intenso contrastaba con los tonos cobrizos. En un momento pensé que las nubes iban a aplastar la tierra y que las siluetas de las montañas que se veían al fondo iban a perderse entre la noche y la lluvia, como muchas veces hacía la vida, como tantas veces llegaba la muerte. Nos fuimos de allí pensando que era cuestión de tiempo que nos atrapara el agua. Cavilamos en tomar un camión de vuelta a Torreón, pero no teníamos monedas, así que de regreso al cantón caminamos por el borde de la carretera levantando la mano hasta que alguien decidiera llevarnos. Como en una procesión silente caminamos uno detrás de otro. Quizás fue el cansancio el que nos sumió en un silencio absoluto. Mi mirada divagaba por momentos entre los zapatos del Sopas que se arrastraban por el pavimento y la arena que se metía sutilmente en la carretera. La tormenta tomó otro rumbo. Con el ocaso de la tarde la aparición fue instantánea y me puso los ojos bien abiertos. La intensidad naranja del atardecer hizo brillar varias piedritas en el piso. Me quedé absorto. Los destellos cambiaban a medida que avanzábamos por la carretera hasta que decidí detenerme y agacharme. Lo que brillaba, eso lo supe después, era un mineral que se formaba de afuera hacia adentro en las rocas. Eran geodas. Tal vez la noche ya estaba entrando en ese departamento de la sexta planta cuando el Perro interrumpió nuevamente el relato. Se quedó sin decir palabra alguna, dubitativo. Se levantó de la silla y se acercó a la ventana. En la pared, sobre la margen izquierda había pegado un objeto pequeño que yo había visto muchas veces, pero nunca había detallado. Era una lupa cuentahílos. A través de la lupa podía verse un trozo de papel metálico, con tintes dorados, arrugado y puesto de manera precisa en el centro. Se quedó observándolo un momento. Luego prosiguió.

Un camión pasó y aceptó llevarnos sin pagar. Esa noche volví a casa pensando en las piedras y en el brillo. Me dormí muy tarde. Ir al desierto a buscar piedritas se convirtió en una obsesión. Los primeros meses me escapaba cuando podía. Incluso hubo un momento en el que ya no patinaba, solo iba y recogía piedritas. De vuelta en el camión me quedaba observándolas, apreciando sus detalles minúsculos. Después empecé a buscarlas en la ciudad. Me mantenía distraído mientras caminaba de un lugar a otro, siempre con la mirada hacia abajo, pendiente de ver alguna piedra o intuir cualquier brillo sobre la superficie. Honestamente no sé por qué me empezaron a gustar tanto. Volví a vivir en la Ciudad de México a los diecisiete o dieciocho años. Y el problema fue que allí ya no había geodas. Sin embargo, yo seguía irremediablemente con la mirada clavada en el piso, buscando algo debajo de cualquier cosa. Todo cobró otro sentido cuando supe que a cuatrocientos kilómetros de Torreón había en Durango un pueblo llamado Santiago Papasquiaro, que también había un meteorito llamado Durango que estaba en el Museo de Geología, y que había otro meteorito llamado Santiago Papasquiaro, pero eso fue varios años después cuando empecé a leer poesía. Y, pues, ya estufas mi compita. Desde entonces no he parado de recolectar cosas pequeñas.

Nos quedamos un rato en silencio. Los dos mirando por la ventana, como sospechando lo intenso que serían los siguientes meses de ese año mientras la noche pasaba de largo. Lo vi de nuevo en una casa de la colonia Santa María La Ribera. Tenía una geoda en la mano con una lupa cuentahílos pegada. Me dijo que la piedra era de Torreón. En la otra mano sostenía un envoltorio dorado de una botella de cerveza. Puso el envoltorio en la lupa y la dejó en el piso, junto al borde de la puerta.

— Jorge Lopera

Me levanto y enseguida recuerdo que hace unos minutos estaba soñando con que me iba a dormir. Ahora fuera del sueño, me dispongo a hacer un café y un par de tacos de huevo con champiñones. Son las 8:36 am, hace frío y está nublado, ¿qué voy a hacer hoy? me pregunto mientras escucho a lo lejos la voz de Patti Smith gritando “¡¡People have the power!!”, lo que me hace pensar que mis compas el Irak y el Hueso siguen durmiendo y que en sus sueños podrían estar escuchando la misma frase. Bebo el café y como los dos tacos, me pongo los tenis, bajo las escaleras y salgo a caminar.

Es martes, el mercado se tiende a unos metros de donde vivimos sobre el Eje 1. Alzate, en la colonia Santa María de la Ribera, un mercado pequeño de no más de tres cuadras. Recorro un par de puestos con atención y en algo así como un instante de “infra-levedad” me encuentro parado junto a Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro, quienes no dejan de observar y parlotear acerca de unas cuantas plantas que tienen en el puesto que está frente a nuestros pies. Intento escuchar lo que dicen y oigo algo sobre “un campo de riego en vez de un campo de fuego”, me decido a preguntarles que a qué se refieren con eso y Mario me contesta que juegan con la idea de una pandilla de niñas y niños regando plantas con pistolas de agua (no sé ustedes pero pienso que es una idea interesante y divertida) imagino aquella situación, les sonrío de “oreja a oreja” y me alejo.

Más adelante casi en la esquina de la calle “Sabino” veo que allí va montado en una bicicleta que parece de principios del siglo pasado, es Alfred Jarry con su “famosa” arma invisible con la que en tiempos de la invasión alemana en Francia supuestamente salía a enfrentar a sus enemigos. Ahora sólo hace como que la trae en la mano mientras pedalea con velocidad hacia Av. Insurgentes... conforme lo voy perdiendo de vista decido darme una vuelta por el parque del Kiosco Morisco así que en la siguiente calle doy vuelta a la izquierda y continúo hasta llegar a él. Paso unos minutos sentado en una banca mirando al rededor, percatándome de un grupo de unas 30 personas bailando “Zumba”, de 5 personas más practicando boxeo, de las mascotas haciendo de las suyas en “el área de perros” y de lo que parece un set de grabación. Esto último llama mi atención, me levanto de la banca y me acerco logrando reconocer el logotipo de un canal de noticias bordado en una especie de mantel sobre una mesa larga frente a dos o tres cámaras, ya en el set le pregunto a unos técnicos que de qué se trata el evento, a lo que responden que entrevistarán a un reportero y escritor ganador de un premio importante recientemente. Para mi sorpresa al cabo de un rato presenciaba una entrevista a Sergio Gonzalez Rodrigues a propósito de un ensayo que escribió no hace mucho. Algo curioso pues unos días antes comencé a leer El artista adolescente que confundía al mundo con un cómic, otro de sus libros.

Terminada la entrevista y dadas las 11:10 am continuo el día caminando por Días Mirón rumbo a “La Vasconcelos”, seguro a hacer cualquier cosa menos leer algo (desde hace unos años casi siempre leo en mi casa), las veces que lo he intentado me distraigo con facilidad, por ejemplo con el ruido de los elevadores que no paran de sonar durante todo el día, procurando adivinar en qué momento aparecerá otro policía de entre los pasillos de esa estructura cuasi-flotante en la que habitan los libros y sobre todo con los jardines que forman parte de esa biblioteca -si alguna vez los has recorrido sabrás que tienen su encanto-. Dan las 11:28 am cuando cruzo los detectores de “ladrones de libros” y accedo al primer piso, paso al baño y enseguida tomo el elevador hasta el último piso en donde se despliegan libros de sexología, teorías de genero y poesía entre otros temas. Busco un libro de poesía de Gabriela Mistral y no doy con él, pero al regresar por el mismo pasillo por el que venía me doy cuenta de que es ella misma quien en ese preciso momento imparte un curso de "pedagogías alternativas” en uno de esos pequeños salones de clases que hay en el 4o piso de aquel edificio. Toco la puerta y la abro para preguntar si me es posible entrar “de oyente”, la maestra señala un sitio vacío en el que me puedo sentar y sin dudarlo voy y me siento. En unos cuantos enunciados comenzamos a hablar de que el acceso a la información no es lo que parece, Gabriela nos di algo así como que “la información está allí en la red pero que hay que saber cómo preguntarle a Google”, nos platicó de las ”zonas temporalmente autónomas” descritas por el escritor Hakim Bey, recordó algunas experiencias que Julio Cortazar compartió al impartir una serie de cursos en una escuela rural al Norte de Argentina y recalcó algunas posibilidades que ella encontraba en dichas experiencias compartidas, “cotorreamos” al respecto y después de una hora y media la enseñanza terminó, me despido de los asistentes al curso y sin más me dirijo a los jardines de los que ya les había hablado en este mismo párrafo.

Gente comiendo sola, algunos a manera picnic, una que otra pasión intentando camuflajearse con el entorno y yo sentado bajo un árbol de “borracheros”, es decir de floripondios. Por un momento me considero sólo en esa parte de los jardines pero de un instante a otro como si fuera parte del muro en el que recargo mi espalda, escucho una voz tenue como apagada, casi desértica pero segura en sí misma, que me pregunta ¿te gustan los relojes de arena?, volteo y Jorge Luis Borges está allí casi transparente repite la pregunta y desaparece antes de que logre considerar cualquier tipo de respuesta. Un fantasma en la biblio, bueno... imagino que Jorge Luis se ha de aparecer en muchas bibliotecas. Quién sabe.

Para esto ya son las 2:12 pm y tengo hambre por lo que salgo de la biblioteca con la intención de “echarme” una hamburguesa de falafel, de esas que suele vender un chico casi en la entrada, desembolso 20 pesos mientras me la entrega y decido comerla de regreso al barrio. Doy unos cuantos pasos y a lo lejos alcanzo a avizorar una araña gigantesca, calculo unos 3 o 4 metros de altura. Incrédulo a lo que estoy viendo me acerco y le pregunto a una mujer de edad avanzada que se encuentra frente a una de las patas que si sabe lo que es eso. Me voltea a ver, da un paso adelante, extiende su brazo alcanzando a tocar con la mano al animal y dice: es una de mis esculturas, cuando las veo recuerdo a mi madre. Al escucharla pienso en la mía, agradezco su respuesta y me marcho. Cruzo Av. Insurgentes y camino de regreso por “Díaz Mirón”, paso a un lado del taller de bicicletas “el galgo” y a contra esquina reconozco a un amigo de hace tiempo, su nombre es Italo (como el escritor cubano-italiano). Cruzo la calle, nos saludamos y le pregunto que a dónde se dirige.

-Al kiosko, ¿quieres venir?, habrá una danza de George Gurdijeff, un místico armenio del siglo antepasado que cree que con sus bailes en grupo equilibran energías en el mundo.

- ¡ya estás! ¡Vamos!

Llegando nos hallamos con una gran multitud dentro y alrededor del kiosko, unas 300 o 400 personas por decir algo -quizá éramos más-, todas danzando a la vez, incluyéndonos. Cada tanto me fui dando cuenta de que allí estaban, siendo parte de la misma danza cada personaje-persona considerada en esta historieta, al igual que otros conocidos como el Horacio, su hija, su pareja y su mamá, Tere la de la tiendita, Don Martín, su hijo Kevin y el Jonathan; cada quien haciendo su parte, moviéndonos de arriba a abajo, de un lado al otro, en zigzag, en círculos, en espiral...

— Joshua Jobb