Reseña
por Bruno Enciso
Tiempo de lectura
5 min
La artista Manuela de Laborde presenta la exposición El desierto de ella: Alicia, Chantal, Eunice en la galería PEANA, bajo la curaduría de Margaux Knight. Se trata de un cuerpo de obra sumamente heterogéneo compuesto por piezas a muro, instalación, escultura y video. Más allá de las materialidades de cada una, muy pronto se vuelve plausible un tono mixto entre literario y cinematográfico. Tres series de cuadros colocadas cada una a la misma altura en simple horizontalidad ofrecen un sutil andamiaje conceptual parasitado por el resto de las piezas, que lo alteran con su plasticidad. Cada serie corresponde a la presencia de las tres mujeres que han inspirado toda esta producción: la Alicia que explora Wonderland en las novelas de Lewis Carroll, la cineasta belga Chantal Akerman y la poeta costarricense/mexicana Eunice Odio.
Este es un primer planteamiento interesante: un argumento curatorial polifónico que busca distender la dureza de las referencias específicas para dar lugar a tres miradas distintas. En las series de cuadros que invocan a cada una se mezclan fotografías de visualidades variadas con algunos dibujos. No hace falta conocer a fondo los universos de cada una porque la artista ha colocado aquí un dejo de su largo diálogo con ellas, una selección de imágenes que son más cercanas a un altar que al despliegue de un archivo. Orientados por el destacable texto curatorial, podemos decir que el desierto, siempre vasto y enigmático, es el lugar donde la artista se reúne con estas tres mujeres para padecer sus propias ingestas. Deambula, sin horizonte aparente, como parte de un proceso de transformación que trastoca sus entrañas y replantea incesantemente su relación con el mundo. Es sensible, saborea sus dolores y sutura su propia piel cuando se encuentra herida.
Es una exposición difícil de abordar, por las mejores razones. La mirada despierta y la adormecida, la que tiene ánimos de lectura, la que es primordialmente curiosa, la que sospecha… todas tienen mucho de qué ocuparse mientras se recorre la muestra. Curiosamente, lo que las obras producen como conjunto no podría señalarse simplemente como un asunto de saturación. La relación entre ellas es compleja: se complementan al tiempo que se descolocan las unas a las otras. La enigmática topología de este desierto termina por complejizarse aún más cuando la voluntad de autorientarse termina por admitirse afectada por una perseverante tonalidad rojiza, colorada, a la que no se le puede localizar un origen y que recompone sus matices en cada pieza.
La fuerza de este cuerpo de obra radica no sólo en las delicadas consideraciones que se tomaron en cuenta para reunir materialidades tan distintas, sino a la asertiva colocación de estímulos multisensoriales contenidos en cada pieza, que afectan al conjunto y configuran el paisaje sensible general. Los interiores de un cuerpo permanecen en tensión con su exterioridad, que se afirma frágil, pero sumamente vital. El aroma de la jamaica te confunde y empuja las ganas de lamer la sal cristalizada. Las lágrimas han decolorado los hilos, entintando así a la arena ¿O fue la sangre la que le dio ese color? El cuchillo que atraviesa la carne del pescado todavía medio vivo anuncia que podremos comer pronto, pero también despierta una profunda tristeza.
Para pensar en la exposición y esbozar un comentario al respecto ha sido crucial afirmar un umbral de término: salir del agujero, mirar la pantalla volverse negra, cerrar el poemario. Digamos, hay exposiciones que desde las piezas o desde lo curatorial buscan mantener abiertos los canales comunicantes entre el espacio de la muestra y una o varias exterioridades concretas, con distintos fines. En este caso, la pertinencia de El desierto de ella... aparece cuando la galería ensancha su vocación-escaparate y se vuelve un marco de contención experiencial. Si bien esta podría parecer una operación recurrente en espacios de arte, es mucho más común encontrarla estropeada o completamente sostenida en el discurso. La prolongada digestión de los materiales por parte de la artista, así como la escucha latente de los distintos ritmos de ensayo y argumentación por parte de la curadora han ensamblado provechosamente un laberinto cuyo tránsito es alucinante y revelador, donde ese moderno escepticismo sobre la presencia de lo emocional en la producción de piezas y exposiciones resulta ya insostenible.
Como deriva de esa estancia que se afirma fuera de la muestra, no puedo evitar pensar que esta inauguró mientras seguía abierta Politécnico nacional de Gabriel Orozco en el Museo Jumex. Abusando de una mirada somera, encuentro cierta familiaridad en ambos ejercicios: construcción de piezas con una alta carga gestual y un espectro material heterogéneo que no oculta su aire cotidiano. Desde luego, este endeble postulado de familiaridad colapsa por los horizontes conceptuales tan distintos. Más que proponer una comparativa, me pregunto si se trata de un vértice que se reencuentra consigo mismo en la curva de una espiral. No estoy seguro si la cantidad de vueltas entre uno y otro podría explicarse a través de un modelo de generaciones escolares, pero sí creo que juntos abren una pregunta sobre cómo hacerse cargo de cierto tipo de metodologías artísticas en la actualidad.
Personalmente, confío en los laberintos y en su angustiante potencial para replantear la mirada y la manera en que entendemos el tránsito del cuerpo sobre paisajes adversos. Celebro la exposición de Manuela en la medida en que la situación laberíntica que ha montado nos permite escuchar las voces de sus tres musas y cómo reverberan de distinta manera en la propia caja torácica, sin ocultar tampoco los nutrientes personales/autobiográficos de sí misma, que ofrece en vulnerabilidad.
La muestra puede visitarse hasta el 20 de septiembre.
Publicado el 15 agosto 2025