Reseña
por Marcela Roldán
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En su más reciente proyecto Matador T-1000, albergado en PALMA, Napoleón Aguilera convoca dos cuerpos que parecen irreconciliables: el torero español Juan José Padilla, marcado por la pérdida de un ojo en la arena, y el T-1000, villano líquido de Terminator 2, condenado a fragmentarse y recomponerse sin fin. Ambos encarnan la misma condición: heridas que no cierran y materia que se abre para reconfigurarse. Desde allí, se plantea una pregunta inquietante: ¿cómo habitar cuerpos que nunca cicatrizan, cuerpos líquidos que se regeneran en un presente atravesado por la violencia?
Entre el juego irónico y la parodia, Aguilera introduce un lenguaje humorístico que recorre la exposición. Este no aligera la gravedad del gesto de la violencia, sino que permite una mirada crítica y lúdica sobre la cultura popular, los símbolos taurinos y la influencia del cine de ciencia ficción, transformando la ironía en herramienta conceptual para cuestionar la herencia cultural y la fragilidad del cuerpo.
El núcleo de la exposición lo forman cuatro chaquetillas talladas en madera: tercio de banderillas, tercio de varas, tercio de muerte y orejas y rabo (trofeos), haciendo referencia a los tercios de las corridas de toros. Estas chaquetillas flotan en la galería, jugando con los pesos de los materiales. La sustitución de la tradicional tela por madera convierte a las piezas en objetos densos y pesados, donde la resistencia material refuerza la idea de cuerpos que soportan la violencia y la transformación constante. Sus brazos se convierten en armas que evocan tanto los movimientos de los toreros como las escenas de la película Terminator.
Las superficies de las chaquetillas muestran fragmentos de un universo distópico generados con inteligencia artificial, pero traducidos a mano y pintados al óleo. La tecnología actúa como borrador, mientras que el gesto humano fija la imagen. La pintura, el trazo y la materialidad artesanal sostienen lo digital.
Velas encendidas acompañan estas chaquetillas, introduciendo una capa simbólica que ilumina como metáfora de las luces del traje taurino, pero también recuerda la certeza de la muerte. Así, los trajes de luces se transforman en altares que evocan la tradición barroca de las vanitas: cuerpos que brillan, se consumen y nos enfrentan a lo inevitable.
Las poses de las chaquetillas replican la gestualidad del cyborg, sin embargo, bajo la densidad de la madera transmiten otra verdad. Son cuerpos que resisten y se fragmentan, portales abiertos a lo indeterminado. Estos trajes señalan la influencia de la cultura global sobre tradiciones: lo que antes era símbolo del barroco hispánico se convierte en lienzo para el imaginario hollywoodense, cuestionando cómo se negocian las identidades en un mundo saturado de imágenes globalizadas.
Dos esculturas más pequeñas amplían el registro de la exposición. A porta Gayola se mimetiza con el color del suelo; la pieza surgió a partir de la investigación y producción de Aguilera en Palma Galería. Su discreción dialoga con la arquitectura: no impone, ofrece en silencio el gesto del torero que abre la muleta. La segunda escultura, Cornada, presenta un cuerpo taurino desfigurado y dañado, pero en movimiento. Su gesto no es solemne, sino dinámico, casi danzante. A diferencia de la rigidez de las chaquetillas, esta escultura transmite el vaivén del ritual, como si la herida misma pudiera convertirse en coreografía. Aquí la liquidez del cuerpo no es sólo metáfora, sino la forma misma de existir en movimiento constante, entre destrucción y regeneración.
Cinco dibujos completan la muestra, ahí las heridas de Padilla aparecen sin artificio: carne desgarrada, violencia que no se borra. Son imágenes que recuerdan que el cuerpo nunca se clausura. El T-1000 se recompone sin cesar, fluye como metal líquido; Padilla porta su herida real, irreversible. Entre ambos, Aguilera nos invita a pensar los cuerpos de nuestro presente: fragmentados, obligados a recomponerse en historias que no llegan al cierre.
Lo artesanal y lo digital conviven. La madera tallada y la pintura a mano traducen imágenes de inteligencia artificial, el metal fluido se vuelve trazo manual, la herida de Padilla se convierte en dibujo y la memoria del torero en escultura. La exposición se abre como una vanitas contemporánea: cuerpos que brillan, se consumen y nos recuerdan la sombra de la muerte. La oscuridad de Terminator 2, su futuro devastado y mecánico, resuena en estas piezas; la misma sensación de caducidad e inevitabilidad atraviesa cada obra.
Aguilera desplaza nuestra mirada: lo que podría parecer un cruce irónico entre cultura pop y tauromaquia se convierte en un comentario incómodo sobre nuestra relación con los cuerpos dañados. Las chaquetillas son estéticamente espectaculares, pero su peso conceptual va más allá: nos obligan a pensar que la herida no es excepción, sino condición permanente. La exposición nos enfrenta a un presente sin clausura donde la violencia no se detiene y la memoria no cicatriza.
Cada herida es un portal abierto hacia lo otro, sin promesa de salida*, pero también sin posibilidad de negación. Ella nos devuelve la pregunta que motivó al artista: ¿cómo sería un Terminator de nuestra época? ¿Un cuerpo que danza entre sus fracturas, un cuerpo líquido que nunca se clausura o un cuerpo colectivo, atravesado por violencias, que se recompone una y otra vez sin alcanzar nunca la redención? La respuesta queda suspendida en el espacio como herida abierta que nos toca imaginar.
La muestra permanecerá abierta hasta el día 6 de septiembre.
— Marcela Roldán
*Fragmentos retomados del texto curatorial.
Publicado el 21 agosto 2025