Un panoptismo contemporáneo puramente digital. Gabriel O’Shea en Galería Hilario Galguera
por Nico Barraza
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He leído, oído decir y a veces pensado que vivimos en una sociedad victimista, que mantiene una complaciente confusión entre el estatus de víctimas y el de héroes. — Emmanuel Carrère, Chronique judiciaire
Un viernes, pasadas las tres, me encaminé hacia la Galería Hilario Galguera para visitar la exposición de Gabriel O’Shea, Preludio. La nota de prensa la describe como una reflexión en torno al declive de la espiritualidad en la sociedad y su reemplazo por el fervor hacia los espacios virtuales. La obra del artista mexicano se ha enfocado en la revisión de la dicotomía y las tensiones entre lo divino y lo mundano, el caos y la tranquilidad. Cargada de realismo, su producción examina el nihilismo, la violencia y la decadencia: todas un espejo de la actual condición humana.
Para este proyecto, el artista se concentra en el entorno digital, en la crisis identitaria que existe efecto de una dependencia casi total hacia la tecnología, en el declive de los sistemas de creencias y en el mercado espiritual. O’Shea plantea un cuestionamiento hacia lo existencial y lo espiritual, analizando el modo en que la reforma digital ha perjudicado y estancado no sólo a la idolatría tradicional, sino a los requerimientos y formalidades canónicos en la historia del arte. El uso de medios contemporáneos como un software generador de imágenes se yuxtapone con el de medios clásicos como la pintura o la escultura. Esta confrontación entre las herramientas de trabajo alarga la conversación en torno a la originalidad, la trascendencia y la relevancia cultural.
Llegué a la galería, subí las escaleras y el silencio inicial comenzó a disiparse, sonaba al interior de la sala de exposiciones lo que parecía una marcha fúnebre. Al entrar, me sentí pasmado y cauteloso, dentro de una especie de oratorio donde se exhiben ocho fotografías que establecen una escena lúgubre y distópica, devota, colmada de sujeción y un tanto menguada. Distante, pero viable. Sucesos que parecen evidencias de presencias olvidadas, recuerdos de una memoria en plena erosión. Al otro extremo de la habitación hay una base metálica, que bien podría considerarse en este contexto una credencia: la mesa muestra una pierna de concreto quebrada, unida con clavos y silicio. Las referencias a la iconografía católica son tan claras como desfiguradas.
Gabriel O’Shea compone un relato a través de materiales como la cera y el óleo, la madera y el concreto, se beneficia del polvo y del pelo. Aprovecha, en algunos casos, la piel de animales y objetos desechados. Sus obras se consolidan en la sinergia y la tensión entre lo figurativo y lo conceptual, en medio de lo frágil y lo áspero. Cada quien llevará su propia carga (2022) nos confronta al ingresar al segundo espacio, estamos ante un torso de concreto colgando de una estructura metálica, atestado de clavos por doquier. Puede asociarse a una falta de libertad, a un (auto)castigo permanente, a una dominancia oculta que se ve remarcada por las máscaras que lo rodean. La pieza es muestra de anonimato, sumisión y mansedumbre. Si bien se relaciona al culto religioso, también critica la veneración a ciegas de la tecnología: la segunda identidad que prometen las redes sociales, la vida fuera de la vida misma. La atmósfera es incómoda y estremecedora, a la vez que subyugante.
La serie de torsos en yeso titulados Elegías (2022) aparecen como reliquias arqueológicas. Moldes deformes de cuerpos despojados de identidad y contexto que sugieren una contemplación de la pérdida y la ausencia. Su condición amorfa me lleva a pensar en la fragilidad de la memoria, en el enmarañado y desordenado pasado que nos encargamos de reescribir continuamente, a modo de protección o sosiego. Sin embargo, también se muestran como una metáfora a la continuidad histórica de la violencia. Tal es su magnitud que nos hemos habituado al atropello y crueldad, a los desaparecidos y olvidados. Me recuerda a lo que Artaud describió como “el cuerpo sin órganos”. “El cuerpo es el cuerpo / está solo / no tiene necesidad de órganos / el cuerpo nunca es un organismo / los organismos son los enemigos de los cuerpos”*1.
Hay cuatro esculturas más en esta área, elaboradas con cera e inspiradas por escenas religiosas, no obstante, de nuevo son reducidas al torso. Se presentan en una jaula que asemeja a las macabras granjas de cadáveres en Tennessee, en dos cajas de cristal aguardando ser incubadas y preservadas. Finalmente, hay otra colgando sobre la pared, cual vestigio sagrado listo para la adoración y admiración. En contraste con la rigidez del concreto y la maleabilidad del yeso, la materialidad de la cera se percibe débil, mortal. La textura es tan nítida que es imposible no pensar que, en efecto, estamos viendo la epidermis de un ser con rasgaduras y cicatrices, con señales de enfermedad y deterioro. Carne que parece aún conservada, pero que poco a poco va perdiendo lo aterciopelado para volverse tosca, escabrosa. Pareciera que aquellos cuerpos se convierten en presencias que anuncian y lamentan: que subrayan lo inevitable.
Las pinturas parecen ser una captura onírica de quien sea que habita en el desastre post-apocalíptico al que nos ha invitado O’Shea. La influencia de Goya y Caravaggio es evidente, aunque me recordó también al trabajo de Francis Bacon y de Enrique Ježik*2. El claroscuro de las piezas ilustra una condición desprovista de rasgos, de individualidad, pero también de sentido o interés. Personas que están, pero no en realidad. Las figuras se apoyan una sobre la otra, protegiéndose o adhiriéndose.
¿Quién se es realmente dentro este purgatorio tecnológico?, ¿qué lugar, si es que tenemos uno, será el nuestro en el futuro digital?, ¿cómo escapar de nuestra condición? Y, sobre todo, ¿es realmente necesario? Indudablemente, mi pieza favorita fue La otra piedad (2021). Cuando Gabriel pinta aquel cuerpo muriendo, no hay nada que pueda causar miedo u horror. En La lógica de la sensación (1981), Deleuze escribió: “[…]Cuando la sensación se vincula al cuerpo de esta manera, deja de ser representativa y se vuelve real; y la crueldad estará cada vez menos ligada a la representación de algo horrible, y no será más que la acción de fuerzas sobre el cuerpo o sensación (lo contrario de lo sensacional)”*3. En la pintura de O’Shea no es necesario ver el cuerpo o saber siquiera la narrativa detrás de su muerte. La cortina frente a la cama no es sólo una forma de aislarlo, sino que anuncia lo inapelable. Tenemos suficiente con mirarlo de lejos y a escondidas. El artista logra, como diría Cézanne, pintar la sensación. Nos recuerda nuestra propia condición temporal y pasajera, la cual debería confrontarse sin temor y a los ojos.
Finalmente, la pieza de video Polifonía (quo vadis) (2023) es una compilación de imágenes que han sido generadas con inteligencia artificial, resultado de la interpretación de textos redactados por el artista. Escenas inquietantes, hombres vistiendo casullas y pluviales, deambulando entre ruinas e incendios. La solemnidad religiosa del pasado se encara con el carácter escéptico y nihilista del presente, con máscaras de gas, overoles desechables y realidad virtual. Una distopía digital, nebulosa e insaciable.
Mientras que en exposiciones anteriores, las paredes de ladrillo o de concreto expuesto incrementaron la desolación y decadencia de la obra, al moverlas a un espacio como la Hilario Galguera, predominantemente un cubo blanco, la lectura mutó a restos de una civilización remota. Presentados dentro de un contexto limpio, histórico y especulativo se vuelven quizá un mito precautorio, una llamada de atención. Son claro reflejo de un cambio que cada día se precisa más.
Un panoptismo contemporáneo puramente digital. Observamos y somos observados. Dentro de cualquier mecanismo de terror y control que pueda existir, pareciera también que el ser humano disfruta aquella visibilidad y validación que ocasionan, infinita y momentáneamente, la tecnología y las culturas virtuales.
1: Antonin Artaud, The body is the body, trans. Roger McKeon, (Los Angeles, Semiotext(e), 1977), p. 38-9.
2: Véase: Francis Bacon: Head VI, 1949, Francis Bacon: Two Figures, 1953, SEMEFO: elaboración del proyecto Dermis, 1996 y Enrique Ježik, En defensa propia, 1996.
3: Gilles Deleuze, Francis Bacon: The logic of sensation (Nueva York, Bloomsbury, 2005), p. 34.