Reseña
por Mariana Paniagua
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Hay algo que tiene el potencial de situarnos distinto en la percepción que tenemos de nosotrxs mismxs: la proporción, la sensación del espacio que ocupamos en relación a algo más.
Al entrar a la primera sala de la exposición Tienes que olvidar para recordar de Ana Pellicer (1946-2025) nos encontramos con objetos de gran escala y del color característico del cobre; cáscaras que evocan el fantasma de un objeto de uso más íntimo, como pendientes o broches. Inmediatamente pienso en los cazos y en utensilios que también parecen muy grandes, casi industriales. Estas cáscaras son de una lámina que parece muy fina y aún moldeable, con las huellas del calor y los golpes: el rastro de la electricidad que resulta en el reacomodo de los átomos de cobre sobre una forma¹.
Esta fragilidad de la intimidad ampliada es notable desde la primera obra que veo: Pinzas tarascas (2024), que reproduce en mayor escala una insignia de poder que solían portar los principales sacerdotes tarascos en el pecho.
Los materiales tienen la capacidad de confrontarnos con su escasez, pero también con su acumulación, maleabilidad y escala. El cobre, por ejemplo, se ha moldeado desde el periodo calcolítico en el 5000 a.C., aunque arqueólogos encontraron un pendiente en el norte de Irak, que data del 8700 a.C.
Una nostalgia muy rara me abordó, es como si estos fantasmas hicieran notar su presencia insistentemente, como si los conociera y al mismo tiempo nunca los hubiera visto. Hay algo de crudeza en forzar una forma a crecer: una pequeña joya preciada y luminosa se crece –con el paso del calor y lo doloroso de la transformación– hasta ser un armatoste de lámina con las junturas fundidas a toda vista.
Las esculturas de Pellicer van de lo corporal a lo monumental y de vuelta. Pienso en la orfebrería, en los objetos creados y el valor de su cercanía con el cuerpo; por ejemplo, en la cultura etrusca se creaban artefactos de oro para sepultarse con el cadáver.
En una escena de la película La quimera (2023), de Alice Rohrwacher –que narra la historia de un arqueólogo en los ochenta que se involucra con una banda de saqueadores de tumbas etruscas en Italia–, encuentran una tumba, secreta y húmeda, con un estanque dentro causado por las filtraciones en la porosidad de la piedra. En él se reflejan los destellos de sus linternas. Gracias a ello pueden ver los murales en las paredes y el techo, los objetos orfebres y la estatua de mármol blanco en el centro, intacta y sellada. Así se me aparece Etruscan pin (1981), como un tesoro que recupera el espacio fuera del subsuelo para narrar, en viñetas, la historia de una pareja, aves y burros en su más luminosa cotidianidad. Además de su aura, parece tener la facilidad de abrocharse y desabrocharse, a pesar de sus 464 cm de largo. Luego aparece el indescifrable Objeto encontrado en la tumba de una reina (1996): una estela de cobre coronada de un aura de cubos de vidrio que contienen la luz del ambiente. Hay algo místico en la insistencia de estas formas de aparecer de nuevo en el imaginario, algo erótico en el pudor de la antigüedad, en sus códigos inasibles y en su lectura apenas descriptible en los museos.
En otra de las salas está Lluvia purépecha (1995) que, en la bidimensionalidad de una especie de mapa, contiene un patrón ondulado y acuático con bajos relieves que parecen trojes², a la vez que una plaga de crustáceos pegada a una hoja.
El interés de Ana en la cultura purépecha surge de su acercamiento al estado de Michoacán, en donde impartío clases de herrería artística a mujeres indígenas en la comunidad de Santa Clara del Cobre. Lo menciona en la entrevista presentada en video en la galería, dice que “las mujeres no tenían nada para ellas” y que vivían dedicadas a limpiar el cobre y a venderlo. En esta entrevista se escucha a Pellicer relatar que nació en Tabasco, lo importante que fue para ella convertirse al judaísmo, estar en Nueva York y en París, volver con una mirada renovada a su país.
Me sitúo en el siglo XX, recuerdo a algunas artistas nacidas en su primera mitad y radicadas en México como Lucinda Urrusti, Cordelia Urueta, Beatriz Zamora o Ilse Gradwohl. La mayoría tuvieron acceso a salir del país para vivir y estudiar artes, o han sido de ascendencia europea. Imagino lo que implicó para ellas ser artistas, los privilegios requeridos para entrar en los mercados del arte, exponer en salones y retratar a los intelectuales del momento. Imagino a Ana Pellicer volviendo de París y llegando a Michoacán; el intercambio cultural y el choque entre la idea de escultura y lo que es considerado artesanía. Este choque implica lo económico, lo estructural y, sobre todo, el trabajo. Las relaciones de proporción son importantes.
En 1973 Ana Pellicer y James Metcalf fundaron, en Santa Clara del Cobre, la Escuela de Artes y Oficios Adolfo Best Maugard. También en esa localidad, hace 34 años, reforestaron un maizal que hoy es un bosque joven llamado “La mesa de San Miguel”. Al enterarme de esto recordé que al final de mi visita me detuve frente a un árbol pequeño y petrificado que parecía un bonche de setas de cobre unidas en su base. Al acercarme noté que ese follaje, conformado por hojas redondeadas y grandes, está hecho más bien de vientres esculpidos de manera realista. En el espacio contrastan los objetos auráticos y de lujo con esta pieza de proporción corporal en su escala, pero también en su tacto y familiaridad de lo simbólico. Los ombligos brotan de un tallo unido a la base, y tienen un dorso. En Árbol de la vida (1970), me sorprendió encontrar esta lejanía de lo liso y ver en su lugar lo casi natural de los pliegues corporales, su hondura, su reverso y su escala uno a uno.
1: El electroformado es un proceso mediante el cual se deposita cobre en una superficie conductora de electricidad, que generalmente es un molde. Este proceso se basa en la electrólisis.
2: Los trojes son las viviendas tradicionales de los pueblos purépechas.
Publicado el 26 junio 2025