Sobre la diferencia entre ver y mirar: Daniela Rossell y Galen Jackson
por María Emilia Fernández
'Siembra' en Kurimanzutto
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9 min
Yo soy el cine-ojo. Yo soy el ojo mecánico. Yo máquina, les muestro el mundo como sólo yo puedo verlo. — Dziga Vertov
Con esas palabras, el director de cine ruso y pionero del documental, Denís Abrámovich Káufman, proclamaba la emancipación de la cámara en 1923. Mejor conocido por su seudónimo, Dziga Vértov denunció la situación del cine-ojo que vivía “subordinado a las imperfecciones y miopía del ojo humano”, esclavizado por las debilidades del cuerpo en vez de aprovechar su verdadero potencial y “explorar el caos de los fenómenos visuales que llenan el espacio.”[2] Inspirado por el futurismo, auguraba que el ojo mecánico nos permitiría apreciar nuestro entorno de manera más clara, omnipresente y libre de las fronteras del tiempo y el espacio. Si la cámara podía descifrar el mundo de una forma completamente nueva entonces también podría enseñarnos a ver, a descubrir una imagen más vívida que la realidad misma.[3] Pero a casi cien años de haber publicado ese texto me pregunto qué diría Vértov si supiera que anticipaba una sociedad volcada al estímulo visual, que postea 95 millones de fotos al día en Instagram y sube 500 horas de video cada minuto a YouTube.[4]
Los artistas Daniela Rossell (México, 1973) y Galen Jackson (Estados Unidos, 1984) se plantean una pregunta similar en su más reciente exposición titulada La computadora de la conexión. Esta es una de siete muestras individuales en la galería kurimanzutto, que a 20 años de su fundación ha decidido replantearse la forma de concebir su espacio expositivo. En lugar de buscar expandirse a un ritmo cada vez más acelerado, kurimanzutto recupera la metáfora agrícola de la siembra para proponer una lógica distinta de producción y exhibición. La idea de un campo fértil sirve para dar a conocer los nuevos ritmos y prioridades de la galería: un espacio abierto donde confluyen diferentes tiempos y las conversaciones se nutren con ideas de cada cultivo. Como resultado, muros de triplay ahora dividen la nave en siete secciones laberínticas.
La obra de Rossell y Jackson ocupa una especie de galería miniatura dentro de una más grande. En las paredes de este cuarto se exhiben veinticuatro imágenes en blanco y negro: doce pares de serigrafías aparentemente inconexas pero que terminan por hablarse unas a otras. En una se distinguen tres avionetas en pleno vuelo junto a dos íconos de redes sociales, fijos en el cielo de una pantalla vacía. En otro díptico, el encaje de un sostén blanco aparece lado a lado con los restos de un rollo de papel de baño. Y en uno más puede verse un mar de gente y postes de luz en una calle cualquiera, que sin mayor aviso parecieran transformase en miles de hojas de pasto erguidas al sol.
Al centro de la sala se encuentra una computadora. Instalada sobre un escritorio para trabajar de pie, la máquina desemboca en dos pantallas que comparten un sólo teclado, con cables que descienden hasta el piso y se conectan a la pared. El montaje invita a acercarse, a rodearla como si tuviera un cuerpo equivalente al nuestro. En el monitor del lado izquierdo se proyecta continuamente la película más icónica de Dziga Vértov, El hombre de la cámara (1929), del lado opuesto aparecen y desaparecen imágenes a una velocidad tan vertiginosa que impide distinguir realmente lo que se está viendo. Esta segunda película-relámpago es creada en tiempo real – 24 fotografías por segundo seleccionadas a partir de imágenes disponibles en internet. En la hoja de sala se invita al espectador a presionar la barra espaciadora del teclado, lo que detiene el flujo y congela una imagen de cada lado, creando un nuevo díptico como los que vemos enmarcados en la sala.
La computadora de la conexión está programada para buscar imágenes en internet con formas, vacíos y contrastes similares a cada cuadro de la película de Vértov. En este sentido, la exposición presenta una sistematización de los accidentes y coincidencias que han sido propuestas por el software en la computadora. La obra se reescribe a sí misma constantemente y seguirá reinventándose mientras permanezca conectada a la electricidad y a la red. Siempre la misma y siempre distinta, esta situación recuerda en parte a las improvisaciones en una canción de jazz, donde la banda establece una secuencia armónica que presenta el tema y sobre la cual improvisarán los solistas. Ateniéndose a ese mismo marco armónico y a esa estructura, éstos podrán crear cualquier línea melódica sin que desentonen nunca con el grupo. Lo mismo pasa con el algoritmo de la computadora que sigue especificaciones y parámetros en busca de ciertos porcentajes de blanco y negro, de formas y contornos que le permitan arrojar un resultado remotamente parecido al filme de Vértov, aunque el contenido de las imágenes difiera por completo.
Este es el caso de algunas de las coincidencias más poéticas, las que escapan el antropocentrismo y presentan comparaciones entre lo macro y lo micro, donde la escala no hace sino desdibujar los supuestos límites entre seres humanos y no-humanos. Por ejemplo, del lado izquierdo vemos un grupo de bañistas que participa en una clase de estiramientos en la playa, del otro aparece una serie de espermatozoides, mucho más alargados y flexibles que sus vecinas. En otro par de fotografías puede verse el rostro de una mujer casi de perfil, despreocupada y sonriente, con el cabello amarrado y algunos mechones al aire, que encuentra su doble en el retrato de una pulga vista bajo un microscopio – un organismo traslúcido que pareciera reír a través de su aparato bucal. Es como si la naturaleza, al igual que nosotros, se repitiera y copiara a sí misma, ya sea por descuido o en busca de un eco extraviado entre especies y objetos.[5]
Daniela Rossell y Galen Jackson, ‘La computadora de la conexión’ en ‘Siembra’, Kurimanzutto, Ciudad de México, 2020. Cortesía de Kurimanzutto
Es fácil envidiar a la computadora su acceso ilimitado al “cuerpo desbordante de fotografías disponibles en ese preciso momento en la red,” como lo describen Rossell y Jackson, y anhelar su habilidad para encontrar esos accidentes y combinaciones. Pero el suyo es sólo eso, un torrente de imágenes, presentado en un montaje irrepetible pero también desconectado de una mirada que pueda hilarlas entre sí. Sería inútil preguntarle a la máquina sobre lo que hay en el espacio entre las dos imágenes. ¿Qué hay entre el encaje de un sostén y los restos de un papel de baño? ¿Entre la sonrisa de una mujer joven y una pulga?
Daniela Rossell y Galen Jackson, ‘La computadora de la conexión’ en ‘Siembra’, Kurimanzutto, Ciudad de México, 2020. Cortesía de Kurimanzutto
Es en este sentido que la obra apunta a la diferencia entre ver y mirar, entre el Cine-ojo de Vértov o el programa de Rossell y Jackson, que “ve —como quien se hace adicto a las imágenes y no se cansa de ver—”[6], y la mirada humana que busca llenar o, mejor dicho, que no puede evitar llenar el vacío entre dos cuadros. Hemos aprendido a descifrar, leer e interpretar, a historiar similitudes y diferencias, afinidades y discordancias. Al ver dos fotografías empezamos a mirar también entre ellas, y sentimos la tentación de escuchar su diálogo, de proyectarles tensiones y polaridades. Si a esto le sumamos la memoria que introduce diferentes temporalidades, archiva huellas y relaciones entre imágenes, palabras y afectos, entonces se entiende que al momento de mirar siempre se nos escape algo.[7]
Daniela Rossell y Galen Jackson, ‘La computadora de la conexión’ en ‘Siembra’, Kurimanzutto, Ciudad de México, 2020. Cortesía de Kurimanzutto
Estas reflexiones sobre la mirada humana y el sinfín de imágenes que existen en internet acompañan al espectador de la muestra en kurimanzutto. Sin embargo, La computadora de la conexión también despierta un lado más siniestro de nuestra relación con la tecnología. Aunque cueste reconocerlo, el algoritmo que busca coincidencias poéticas entre imágenes de internet y la película de un pionero del cine ruso no está tan lejos de uno que vigila el intercambio de contenidos en la red. Rossell y Jackson omiten exhibir el cableado fino y la parte humana de la pieza que diseña y perfecciona la tarea de la máquina, dejando solo un escenario redentor para la computadora que no problematiza en nada el diseño de este tipo de programas. Sin duda cualquier parecido entre la tecnología para encontrar patrones en la composición de una fotografía y un software de reconocimiento facial es mera coincidencia, pero es difícil ignorarla. Antes de salir de la galería puede que asalte la duda: ¿un programa de vigilancia virtual que hoy aprende a ver, mañana aprenderá a mirar?
[1] Dziga Vértov, “The Council of Three”, 1923, en Kino-Eye. The Writings of Dziga Vertov. California: University of California Press, 1984. p 17
[2] Dziga Vértov. Op.cit. p 14, 15
[3] “Ahora y para siempre, me libero de la inmovilidad humana, yo estoy en constante movimiento, me acerco y me alejo de los objetos, me deslizo bajo ellos y los escalo […] Mi vía conduce a la creación de una nueva percepción del mundo. Por esta razón yo descifro de una forma nueva un mundo que os es desconocido.” Dziga Vértov, Op.cit.p 17, 18
[5] Además, las serigrafías son tan grandes que al acercarse las imágenes se descomponen y los puntos que las conforman se vuelven laberintos y cielos estrellados. A menudo se olvida que las impresiones también están hechas de algo parecido a los unos y ceros, de un código binario que mucho comparte con los bits de la computadora y los pixeles en las pantallas.
[6] Daniela Rossell y Galen Jackson, La computadora de la conexión. Texto de sala. kurimanzutto, 2020.
[7] Lo que surge entre un fotógrafo y la cámara es una relación más bien porosa, donde se complementan y desdibujan los límites entre uno y otro. Un Cine-piloto como lo llamara Vértov, “controla los movimientos de la cámara” pero también “se encomienda a la máquina durante los experimentos en el espacio.” (Dziga Vértov. Op.cit.p 19). Este es uno de los factores que dificulta poner en palabras qué hace a nuestra mirada distinta de la de una máquina.
La escritora agradece a María Eugenia Nadurille por platicar esta y todas las exposiciones con ella, y a Ana Torres-Valle Pons, por su mirada siempre crítica y por compartir con ella sus ideas sobre la diferencia entre ver y mirar.