Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo.
Nos han dado la tierra, Juan Rulfo
“Mi familia siempre ha caminado porque los espacios circundantes de la naturaleza son abundantes, pero después se convirtieron en un circuito de búsqueda”. Fernando Zarur me cuenta una historia. Nos encontramos caminando en un pastizal desierto del Estado de México. El gradiente de grises al fondo anuncia el anochecer… Formas orgánicas se superponen a un cielo cargado de morados y terracotas. Escucho su relato y constato varias de las intuiciones que tuve al observar su exposición Simbiontes, presentada actualmente en Proyectos Monclova. Paisajes que nos sitúan en un horizonte inquietantemente próximo, con vahos nucleares y restos industriales desperdigados por el aire donde reconocemos elementos vegetales, animales y uno que otro humano cimarrón. Arrojados al devenir de una naturaleza envenenada, estos seres se adaptan y cohabitan en un entorno tóxico, desestructurado por el saqueo.
No parece exagerado asimilar estas pinturas a dioramas, una especie de Museo de Historia Natural del Antropoceno Póstumo. Desplegados a lo largo de la sala se presentan diversos ejemplares de seres simbióticos. Los intersticios entre los reinos pueblan estas peceras psicotrópicas, en las que lo micro y lo macro se confunden. ¿Qué relato cuentan estas fábulas industriales? ¿Con qué recursos plásticos Fernando Zarur genera correspondencias entre la pintura y lo biótico? ¿Quiénes son, desde dónde nos miran y qué presagian los simbiontes aquí retratados?
La serie mantiene una unidad formal evidente a partir de la paleta, la composición y los tratamientos plásticos. La sensación de bestiario desplegado a lo largo de distintas ventanas nos sitúa mirando de adentro hacia afuera paisajes en el ocaso o ya nocturnos, preeminentemente morados. Desvanecidos horizontales figuran el fondo del escenario en el que nacen árboles, ramas y piedras; a veces, un animal surge entre la maleza parasitada y poblada por líquenes y otros microorganismos. Unos pocos humanoides próximos al estado salvaje se confunden con piedras y peces payaso. Surge la duda de si nos encontramos debajo del agua. Ciertamente, hay algo asfixiante en estos entornos abigarrados, ¿alucinación psicotrópica o pesadilla del Deep Dream?
Era el atardecer y fui hasta el jazmín, a echarle agua, a hacer un ramo, no sé. Y de dentro de la mata vi subir una carne dura, oscura; tenía muchísimos ojos, que echaban lágrimas, que, no creas, enseguida se volvían gotas de fuego.
(La falena, Marosa di Giorgio)
Vista de sala, Simbiontes, Fernando Zarur. Cortesía del artista y Proyectos Monclova. Foto: WhiteBalance
Una vez que el horizonte se ha poblado de vegetación, notoriamente acoplados al terreno bidimensional del lienzo, surgen los simbiontes protagónicos, que ora se camuflajean y ora se distinguen. Los degradados de tono y color diferencian a los elementos, aportando al panorama acentos metálicos que recuerdan a los autómatas cilíndricos de Léger o a las campesinas tornasoladas de Malévich. Seres melancólicos hechos con retazos de tela (patchwork), o con latas pepenadas en el basurero, nos miran con desconfianza. Y en cada fragmento surgen Ojos de Dios –esos amuletos esotéricos de colores vibrantes–, a veces dispersos en el aire, sin conexión aparente, semejando miodesopsias: manchas en la visión. Pregunto a Fernando sobre su intención al usar degradados de colores. “Más que una moda responde a una necesidad de corresponder a los recursos plásticos que emplea la propia naturaleza”, me dice. Aquí el efecto responde a una necesidad formal y poética específica.
Fernando Zarur, Cortaduras, 2021. Cortesía del artista y Proyectos Monclova. Foto: WhiteBalance
¿Quiénes son, pues, estos seres y qué anuncian? Me remito al 2015, cuando lxs compas zapatistas lanzaron una excéntrica invitación: “La Tormenta, el Centinela y el Síndrome del Vigía”, nos dijeron que se avecinaba una tormenta, “algo terrible, más destructivo si posible fuera”... Y se vino la Tormenta. Los relatos apocalípticos han perdido su poder de persuasión porque la realidad los supera con obscenidad impersonal. Hemos dejado de ver las coladeras desbordadas de basura y los pueblos asfixiados por la codicia y la indiferencia, no vemos que el agua se nos sube hasta el cuello y arriban náufragos por las ventanas…
Creo que Fernando Zarur ha logrado plasmar el panorama que subyace a la apariencia entusiasta del progreso. Una realidad desollada que deja el esqueleto agusanado al descubierto. Fin del antropoceno, inicio de la era simbiótica y de la mirada biocéntrica. Pinturas, a fin de cuentas, pero también espejos, radiografías del reino de lo sobreviviente.