Porque la noche es oscura y llena de terrores: aislamiento, delirio y exterioridad
por Christian Camacho
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Perritos despertando en medio de la noche, gritando demencialmente por varios minutos antes de pensar: ‘esto no me gusta’. 1:01 a. m. · 26 mayo. 2020 9 Retweets 42 Me gusta
Perritos clavando la mirada en un muro, y tras suficiente tiempo, clavando la mirada en otro muro. 4:15 p. m. · 14 mayo. 2020 26 Retweets 68 Me gusta
Perritos hackeando tu videoconferencia sólo para decir ‘¡hola!’. 4:18 p. m. · 8 mayo. 2020 26 Retweets 62 Me gusta
Perritos completamente ebrios, fastidiando a cualquiera que desafortunadamente esté online. 6:03 p. m. · 29 abril. 2020 6 Retweets 32 Me gusta
Un perro reía a carcajadas en lo oscuro. “Tengo miedo”, decía el niño. “¿Miedo de qué?”, preguntaba la madre. “De mi perro.” “Pero tú no tienes ningún perro.” “Sí que tengo” Y después el niñito también rio llorando, mezclando lágrimas de risa, con lágrimas de espanto.
— Clarice Lispector, Dónde estuviste de noche
Una de las cosas de la que deseo hablar hoy es una idea que encontré intentando darle forma a distintas literaturas sobre la noche y que nunca me ha dado igual: la imagen de que la noche tiene una suerte de otra pequeña noche, dentro de ella, un tipo de sala, esquina o cueva, y que es allí donde la noche te encuentra, cuando te encuentra en soledad.
En tiempos del año en curso, esta extraña operación nos es ya familiar; pensar en un tipo de mundo de límites difusos, en una sombra iluminada por aparatos –la noche como la producimos hoy en día– cuyos pliegues han de doblarse súbitamente sobre la dimensión de un nuevo espacio opaco y diminuto, habitado por la incómoda geometría de nuestro propio recogimiento. La cuerpo-mente en reposo involuntario, su mirada suspendida en el vértice central de un cubo transparente, hecho del aire de hace ocho horas y de un toque de claustrofobia.
En este texto, me interesa el desarrollo de ciertas consideraciones sobre lo que implica para la imaginación el estar y pensar en estas súbitas condiciones otras que han sido drásticamente delimitadas por el contacto difuso con quienes nos rodean e interpelan y por el vértigo permanente de un exterior invisiblemente transformado.
Cerramos y abrimos los ojos con ciertas pausas a la mitad. Una forma extravagante de labor en estas circunstancias. En el interior de nuestros edificios, se reconecta, a otro tipo de circuito, la energía generada por nuestro trabajo. Surge algo inesperado: la nostalgia por la otrora iluminada contribución en la trama del espacio socializado; pese a sus sinsabores, un uso de nuestro tiempo y energía siempre visible y evidente, diurno aún cuando nocturno, poblado de personas y de intercambios necesarios. El viejo día que lleva a la noche; o la jornada.
Al interior, en la actualidad, despiertan nuevos trabajos, nuevas labores inesperadas. Trabajos que, tal y como nuestra noche, han pasado de lo vasto a lo diminuto y particular: el trabajo de prender la luz, el trabajo de apagar la pantalla, el trabajo de cerrar los ojos, el trabajo de abrirlos.
Nuestro sistema interior se ve reconectado a una dimensión en varios grados más modesta, a un retiro y a una compresión que, sin sorpresa, densifican el adentro y lo hacen presente, prolongándolo. La transmisión de la presencia del mundo al entorno construido interior tiene una extraña consecuencia. El exterior es muy probablemente un lugar aún dinámico y complejo, pero ahora no sólo se ha retraído, sino que está poblado de intercambios más oscuros e invisibles. Y en la justa dimensión de la virulencia, no sólo invisibles, sino también ominosos en nuestra batalla contra todas las incertidumbres de la vida y la muerte.
Elisa Malo, 2020. Cortesía de la artista
Unx puede hacer caso omiso a todo esto y pretender que la transformación del mundo puede mirarse a simple vista, como si se pudiera observar sus futuros indefinidamente pospuestos o sus propias condiciones suspendidas. Unx en definitiva puede pretender que el exterior no ha sido transformado por el interior, y viceversa. Frente a esta posibilidad, deseo recordar un relato quizás conocido por varixs.
En la Historia del Necronomicón, del muy infame H.P. Lovecraft, se nos narra la vida de Abdullah al-Ḥaẓrad, el poeta loco de Sana, en Yemen, de quien se dice que floreció durante la época de los califas Omeyas, cerca de 700 AD. El libro menciona sus viajes a través de las ruinas de Babilonia, del mundo subterráneo de Menfis y del Roba El Khaliyeh o el Espacio Vacío de los djinns. Una historia de extrañas adoraciones pasadas en soledad que curiosamente culmina con una inquietante violencia: deudor de deidades demasiado antiguas y alienígenas, el poeta es destazado por un demonio invisible a plena luz del día, frente a los ojos llenos de espanto de los habitantes de Damasco.
Edgar Silva, Ritual de economía oscura y clima experimental, 2019. Cortesía del artista
Una de las cosas que más me interesa de esta historia es que Al-Hazrad fue devorado en un lugar público por una entidad que no sólo lo perseguía desde más allá del tiempo y del espacio, sino que nadie más podía ver. La blasfemia del poeta demente de Yemen fue entrar en contacto con el exterior, con lo que está afuera de todo lo que podemos percibir e imaginar. En los mitos de Cthulhu, las esferas exteriores son lugares en los que lleva toda la eternidad retorciéndose aquellx que es indiferente al tiempo y a la materia, que no está vivx, pero que no puede morir, y que se sabe en esta condición.
Voy a saltarme la comparación de estas entidades con el virus actual. Lo que más deseo perseguir es la imaginación en la que la exterioridad de las dinámicas del mundo ha sido habitada por algo invisible cuyo alcance desconocemos. ¿Llega hasta la puerta el exterior al que le levantamos barreras y distancias? Quizás la puerta es un coeficiente nuestro, quizás hemos sido atacadxs también por una mala ecuación, un tipo de terror ballardiano en el que el entorno construido interior se redistribuye en nosotrxs aritméticamente: yo multiplicadx por cuatro sillas, mi antebrazo entre mi párpado por mi persiana por un millón.
No debe confundirse este delirio con una incapacidad o una negativa a racionalizar y a responder a las alertas de salubridad, ni con nuestro deseo más profundo de empatizar y cuidar a lxs demás. Oh, ¡claro que no debe confundirse la capacidad que tenemos de delirar con la de actuar razonable y amorosamente! En parte, es eso lo que más vertiginosamente nos moviliza a prestarle atención a la cuerpo-mente en crisis: su capacidad de confundir y fusionar sus futuros deseables e indeseables.
Elisa Malo, 2020. Cortesía de la artista
El temor al exterior está hecho de lo desconocido, de la incertidumbre y de una gran posibilidad de que la volatilidad sea más de la que podemos soportar. Este péndulo que viaja entre el lugar en donde estamos y entre todas las coordenadas que hemos dejado en pausa, en el olvido o en el pasado, es también una fuente de extrañas duplicaciones:
La confusión entre los signos diurnos y nocturnos da paso a un ‘nosotrxs’ que no puede evitar salirse un poco de synch. Alguien está ligeramente tarde. Alguien simplemente no llegará en el futuro próximo. Alguien ya está aquí. En la práctica del insomnio, bajamos y subimos las escaleras en la más temprana mañana, vamos rápido porque algo nos sigue. Cenando, se va la luz, y la noche avanza hasta el difuso rectángulo de la laptop, que es la única no-oscuridad que queda. O quizás apagamos todas las luces porque esta mínima noche es en realidad todo lo que podemos soportar. A las 3 a. m. vuelve la electricidad. Nos quedamos viendo a la entrada y estamos segurxs de que mientras las luces se fueron en toda la colonia, lo exterior ha avanzado hasta nuestra puerta. Lleva tocando el timbre toda la noche, pero ahora es cuando por fin va a sonar, y qué vamos a hacer.
Roberto Carrillo, Una cosa extraña que viene de la noche, 2020. Cortesía del artista.
Aunque debí utilizar todos los excedentes energéticos de esta época en la distribución de mis fuerzas, en mi rehabilitación física o en la prolongación de mis causas, la verdad es que sólo los he utilizado para aterrorizarme a mí mismo. También hay algo que le debo a ese terror, que mi imaginación le debe a ese terror y que, como siempre sospecho, tiene que ver con el arte.
Hace poco, cerrando nuestro curso en línea junto a mis estudiantes, revisamos nuevamente La maleta de mi padre de Orhan Pamuk. A grandes rasgos, el texto nos habla de por qué unx escritorx escribe, proponiendo el arquetipo de un autorx que se aísla en un cuarto a trabajar, parcialmente porque lo desea y parcialmente porque no tiene otra opción. La idea de intentar ser unx artista aisladx en un cuarto resuena en muchos asuntos obvios e inmediatos. No hay que olvidar que en este esquema, tanto artista como cuarto son proverbiales. Sin embargo, una de las ideas de Pamuk que llama la atención es el tipo de disposición que la imaginación del arte puede tener para permitirnos pasar días en soledad (estemos solxs o no) y cómo esa idea, de alguna manera, tiene que ver con qué tanto se ha sacrificado para entrar en contacto con el arte, más allá de que esta o aquella persona desee huir de la sociedad para, justo como Al-Hazrad, dedicarle su aislamiento al contacto con deidades antiguas: como se leería en Gilbert y George, To be with Art, is all we ask. De cualquier manera, nunca hay que olvidar que este instante, aunque es capaz de suscitar importantísimas potencias artísticas, en realidad muchas veces es también un desentendimiento del mundo que origina una responsabilidad profundamente tensa para el arte, la de que todas las heridas pendientes, que atestiguamos en soledad, nos embarguen en común. Pamuk no es ingenuo a este respecto y creo que vale muchísimo la pena dejar el asunto a discusión.
En realidad, también es difícil decir qué tanto de dicha cuestión ha avanzado por nuestro encierro. Más que el perpetuo contacto con lo sagrado, en nuestro aislamiento hemos más bien elegido esta o aquella forma de distante participación terrenal. También, hay que decir, sin saber qué tipo de sacrificio implica esta decisión. La densa invisibilidad del exterior aturde y espanta; la noche-día del interior construido se convierte en un lugar fértil para el incumplimiento de las promesas.
Lucía Vidales, Nocturna, 2019. Cortesía de la artista
¿Qué esperar de este cambio gradual que luce más bien como la víspera de una postergación indefinida?
En la antesala de un momento que parece que jamás va a llegar, le ponemos atención a ciertas cosas que se han aparecido entre la misma vida de siempre, pero que a la vez la hacen otra, sabiendo que siempre ha sido otra. El tiempo transcurrido en la observación de esta diferencia, será capaz de llevarnos, si lo deseamos, a un nuevo lugar:
No es necesario que salgas de casa. Quédate en tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, sólo espera. Ni siquiera esperes, quédate en absoluto silencio y soledad. El mundo se te ofrecerá para su revelación, no puede evitarlo; extasiado, se retorcerá ante ti.
— Franz Kafka, aforismo 109 de Zürau
Debemos recordar que no sólo en la pandemia hemos sido retadxs por la sombra de nuestras propias ideas en aislamiento. De hecho, no me cuesta ningún trabajo pensar en que la espesa sombra actual del interior del hogar, no es sino la amplificación del extraño vértigo que desde hace años se anuncia como el producto de vivir entre crueles labores y entre crueles comunidades que nunca encuentran un justo inicio, ni un justo fin. Qué cosa curiosa pensar que al exterior le decíamos normalidad.
Finalmente, debo decir que considero profundamente desorganizada la idea que sugiere que el intercambio entre el tiempo del interior y del exterior está a disposición de lxs demás. Tal y como las entidades demoniacas sólo pueden entrar al hogar tras recibir permiso, el terror produce sólo si es voluntario. No debe sorprender esta extraña idea: nuestro contacto con ese otro exterior es, como atestiguan las puertas siempre cerradas de los edificios, un terror pleno y antiguo.