De amimética, cosmética y trances posibles. Acerca de 'Un fenómeno imposible de prever'
por Diana Garza Islas
En Centro Cultural Plaza Fátima
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En años recientes, hemos visto un esfuerzo por destacar la importancia de las mujeres en los inicios de la abstracción. El relevo de Kandisnky como pionero del arte abstracto por el nombre de Hilma af Klint es un ejemplo de este revisionismo, que ha acarreado un interés hacia el arte abstracto hecho por mujeres en la actualidad. En Un fenómeno imposible de prever, curada por Virginie Kastel para el Centro Cultural Plaza Fátima, podemos encontrar cierto gesto en ese sentido.
La muestra cuenta con obra de cinco mexicanas dedicadas a la pintura abstracta: Sofía Ortiz, Leonora Serra, Tahanny Lee Betancourt, Alejandra Quintanilla y Othiana Roffiel. Considero tan inofensivas algunas de las piezas aquí exhibidas, que bien podría hallarlas decorando alguna sala de estar. Sin embargo, ¿es el arte abstracto meramente ornamental un problema verdadero? Y en todo caso, ¿un problema para quién? Reescribir la historia de la abstracción considerando lo que las mujeres han aportado desde sus inicios, implica que en las exposiciones de artistas abstractas se considere el papel de lo ornamental a la par del arte “verdadero”. La separación entre bellas artes y artes aplicadas es síntoma de una epistemología dualista que no corresponde con la complejidad de lo real: ha asociado a la mujer con lo concreto y a lo abstracto con una capacidad cognitiva “superior”. Al teorizar sobre un lenguaje pictórico universal, los ex-pioneros del abstraccionismo denostaron ciertas técnicas, soportes y formas relacionados con la polaridad femenina, cuya estética, si bien abstracta, se relegó al campo de la decoración.
La raíz de esa palabra, decorar, se relaciona con cosmética, y ésta con cosmos. La decoración, en tanto implica disponer los elementos para la armonía de un conjunto y dar orden a un cosmos, es en sí misma una declaración epistémica. Viéndolo así, lo abstracto meramente ornamental es un problema para aquellos que prefieren un orden distinto en el que las cosas son sólo cosas y las ideas, lo que rige. La dualidad y la jerarquía siguen prevaleciendo.
El tema que motiva esta exposición es la naturaleza, una no imitada, sino emitida. En una suerte de partenogénesis, se abre con dos piezas de Ortiz, quien plantea una serie de fitomorfas fragmentadas, vistas desde todos los ángulos posibles. Su naturaleza es reensamblaje: un pedazo de nube que se descartó reaparece en otro lienzo, estableciendo una continua nubosidad variable.
Siguiendo esta estética, Serra nos transporta a países de nieve, rosa y verde veronesse, colores que las brujas desayunan, rodeadas de bodegones vivos y naturalezas más vivas aún, mutables como la marea. Su título, Modos de hacer un jardín, podría aplicarse a todas las piezas de esta exhibición, pues cada una de ellas construye un pequeño lugar en el mundo a partir del retazo, reafirmando que los bosques viven en nosotras mismas.
Obra de Alejandra Quintanilla, 2020. Foto: Diana Garza Islas
Quintanilla tiene una forma distinta de aproximarse al fragmento. En sus pinturas, la naturaleza parece haber sido abolida. Cercana al abstraccionismo geométrico, sus métodos contemplan la remoción y recorte de fragmentos que superpone a otras piezas, como rompecabezas que invitan a una decodificación, pero no hay nada que interpretar. La realidad del color y de la forma son contundentes, como la naturaleza misma: son lo que no puede ni necesita decirse. En ese sentido, el gesto de no titular sus piezas es congruente con su propuesta.
Tangencial a esa línea se ubican las obras de Roffiel, quien realiza un juego semiótico con sus títulos, creando alternativas semánticas. Desde un trazo naif, veladamente pop, que podría recordarnos al diseño textil ochentero, redunda en explicaciones paradójicas sobre sus posibles temas, ironizando de ese modo sobre el acto de explicación en sí. El enunciado Esto que es aquello podría funcionar como una definición de metáfora, pero en la pintura que lleva ese título, la metáfora se desploma: ¿una figura evidentemente fálica puede ser aún metáfora de algo? Al resaltar la turgencia del falolito, en esta época plagada de metaforismos freudianos, la pintura se revela como chiste infantil e intelectual a la vez. En la obra de Roffiel opera un ejercicio de racionalidad intuitiva a partir del caos, movimiento que organiza la contradicción en un juego conceptual que promueve el desconcierto.
Tahanny Lee Betancourt, Mother By Night, 2021. Foto: Natalia Garza
Lee Betancourt amplía este gesto conceptual, mas no se apoya en el texto para complementar sus piezas, sino en objetos. En tres de ellas, encontramos brazos, manos o algo parecido, recordándonos qué excede a nuestro cuerpo y es aún nuestro cuerpo. Mediante estas extensiones, la artista exhibe cómo el objeto puede ser un miembro del sujeto, construyendo entes híbridos en relación simbiótica con su residuo, proponiendo una identidad entre el sustantivo y sus complementos. Mother by night evidencia este problema: de una pintura se prolonga un candelabro, sugiriendo un espejo de época. ¿Qué imagen me devuelve? Fragmentos de mí que soy otra cosa, manchas de un pincel con exceso de pintura. Este ensamblaje sugiere también algo humano amorfo, ¿son brazos los que salen de la pintura?, ¿qué significan esas extremidades insistentes en sus piezas? Tentar, no saber, parece indicarnos la artista, en la exploración ciega y vívida, previa al ver y al querer significar.
Todas las artistas en esta exposición realizan una reflexión sobre el lenguaje en su pretensión de otorgar significado: desde la metáfora y el desplazamiento sémico (Lee Betancourt), los guiños sobre las contradicciones lingüísticas y el despropósito de la interpretación de enunciados (Roffiel), pasando por el impulso de crear naturalezas ni vivas ni muertas ni imitativas, sino propias (Serra, Ortiz). Vemos la posibilidad de un arte sin intermediaciones alegóricas, la afirmación de una epistemología del cuerpo y también la apuesta por un lenguaje matemático como estructura de sentido, presente en la distribución geométrica sobre el plano (Quintanilla).
Detalle de una obra de Sofía Ortiz. Foto: Natalia Garza
Además de esa problematización del lenguaje, un gesto que homologa a estas artistas es el trance como método. En las piezas de Ortiz, esto se sugiere en su díptico Experimentos con el atasque y Bajón, que alude al uso de psicoactivos, acaso para propiciar percepciones alteradas como aliciente a la creación. Desde ahí, hay una continuidad con el arte abstracto en sus orígenes y su proyecto espiritual, que consideró el trance como forma de acceder a experiencias sobrenaturales o que excedían a la racionalidad humana convencional. Pienso en la vigencia de ese método y en la formalización de la catarsis como cura. Emma Kunz, entre otras precursoras del abstracto, usaba sus obras gráficas como apoyo para la curación. ¿En qué medida el arte abstracto contemporáneo podría aproximarse a eso?
Una etimología de cura nos dice que significa hacerse cargo. Considerándola así, el trance y las prácticas amiméticas y asémicas pueden constituirse en una vía curativa, que aliente una aproximación al mundo más allá de la racionalidad y el sentido, en pos de una aprehensión intuitiva y corpórea. Klee enunció que un pintor no debe pintar lo que ve, sino lo que verá. A partir de esta exposición, y contra la certeza de lo visionario, intuyo que pintar no se trata de lo que se verá, ni de lo invisible hecho visible, sino de señalar esa zona todavía más allá de lo visual que ocurre en la presencia. El trance sigue vigente como una forma de curarnos y de curar —en un sentido cosmético— los objetos que nos rodean.