La máxima paranoia no es cuando todos están en contra tuya, sino cuando todo está en contra tuya. En vez de “mi jefe está conspirando por teléfono en contra mía”, sería “el teléfono de mi jefe está conspirando contra mí” —Philip K. Dick
Epílogo es el título de la primera exposición colectiva de la ARTERIAM*1. Curada por Mauricio Cortés, se ubica en la parte alta de lo que fuera Casa Mauaad, en la Colonia San Rafael. Entre las obras que se presentan, se encuentra la pintura de Othiana Roffiel titulada Como si el tiempo se fracturara y corriera en varias direcciones (2020), que bien podría funcionar como una especie de descripción de un fenómeno que reverbera en toda la muestra.
Epílogo se experimenta: si la vida post(?)-pandémica constituye uno de sus ejes conceptuales, lo es tangencialmente. O mejor dicho, telúricamente: se hace patente por sus efectos. Ninguna de las obras hace referencia explícita o temática al Covid-19, si acaso se asoman breves guiños en el texto de sala: “Y sólo yo escapé para contarlo” (Job), “a un año de tremenda interrupción [...] nos reunimos tal vez cercanos a la demencia y al desastre”.
En la visita guiada, Cortés comenta: “Cada una de las obras es una diminuta convulsión”. Pienso en el “aura”, un fenómeno que ocurre en los epilépticos y que se manifiesta como una “experiencia subjetiva que puede ser sensorial, emocional, autonómica o cognitiva”*2; es decir, una pequeña alucinación que generalmente anuncia, a quien la sufre, la posibilidad de un ataque mayor en un tiempo inmediato.
La mayoría de las obras fueron realizadas antes de 2020, pero en ellas se manifiesta cierto pathos apocalíptico. Quizá, una forma de producir dirigida hacia el futuro, frente a una realidad que acosa con signos funestos. ¿No es un conjuro una especie de respuesta que articulamos frente al presagio? ¿Y el presagio, a su vez, no es la visión de cosas que no tenían por qué unirse?
En este extraño sentido, cobran relevancia obras como Manada (2019) de Miriam Salado, una instalación que consta de ocho cintos de piel, hilo de gamuza y 800 pezuñas de venado cola blanca. O John Soane Would Approve (2016) y Scorpion House (2016) de Theo Michael, que consisten en una especie de maquetas en donde se unen fragmentos de ciudades derruidas y apuntaladas por estructuras de pequeños trozos de madera, como posibles sistemas de flotación.
Resultan emblemáticas las obras Remedios (2015) de Elisa Pinto Delgado y MOOD (gray) (2015-21) de Débora Delmar, ubicadas en la última sala del recorrido. Remedios es una serie de litografías sobre hojas de plata en donde se describe un conjunto de procedimientos para aliviar ciertas enfermedades: atar un cangrejo al cuello, hacer un té con la cola de un perro, colocar excremento de vaca en la cabeza. Las imágenes son apropiaciones del libro Where there is no doctor, A Village Health Care Handbook, que ejemplifican remedios caseros realizados en el “México rural”*3. “Para recurrir a un remedio”, reflexiona Cortés, “hay que estar en una situación de máxima vulnerabilidad”. Mientras miramos MOOD (beige) –compuesta por un bote de Clorox de 10 litros, sobre un cristal circular, sobre un oso gigante de peluche– el curador recuerda el comentario que hizo el ex-presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sobre las supuestas posibilidades terapéuticas de inyectar o ingerir cloro como cura al Covid-19. Entre conjuros y remedios, el matiz es muy sutil.
Elisa Pinto. Amarrar un cangrejo contra el buche y Té hecho del pelo de la cola de un perro. De la serie Remedios (2015). Cortesía de la artista.
La muestra abre con Toda la película podría leerse como un lento acercamiento al fuego (2019) de Daniel Monroy Cuevas, una impresión de tinta sobre papel algodón de una fotografía tomada en la Cineteca Nacional, durante la presentación de Sabemos cómo es el fuego (2018), también de su autoría. En esta última obra, Monroy Cuevas reflexiona sobre el medio fílmico a raíz del incendio sucedido en la Cineteca Nacional en 1982: el fuego invadió la pantalla de una de las salas sobre la que se proyectaba la escena de otro incendio, en la película La tierra prometida (1975).
Para Monroy Cuevas, el inicio del incendio, cuando las llamas reales coincidieron en la pantalla con la imagen proyectada, “se puede entender como la escenificación de la operación más fundamental del tiempo: un desdoble del instante en futuro y pasado, dos direcciones heterogéneas, una que se lanza hacia el futuro y otra que cae en el pasado”*4.
En Epílogo, el fuego y sus efectos (en el tiempo, ahora lo sabemos) son otro eje de reflexión que recorre varias de las obras en diferentes magnitudes. Por ejemplo, en Orión (2018) de Emilio Chapela, donde el artista traduce las intensidades lumínicas de las estrellas que forman dicha constelación a piezas de cerámica de distintos colores y tiempos de horneado, algunas veces “excedidos”, lo que produce en algunas de ellas una textura en forma de burbujas. O Avenida San Bernabé (2011) de Pablo Rasgado: una capa de pintura recuperada en la que se han acumulado, como nos dice la ficha técnica, “hollín de diesel, hidrocarburos policíclicos aromáticos y partículas de desgaste de frenos y suciedad”, formando una imagen ominosa.
Daniel Monroy Cuevas, Toda la película podría leerse como un lento acercamiento al fuego, 2019. Cortesía del artista.
La cualidad “predictiva” del aura en quien padece epilepsia sólo se puede comprobar retrospectivamente, es decir, una vez que sucedió la convulsión mayor. Sólo los sobrevivientes a la catástrofe pueden dar fe de la certeza de los augurios. Pero también se requiere cierta cualidad, una especie de paranoia inversa, para reinsertar en el sentido aquellos mensajes cuyo contenido de advertencia se nos ha escapado. Esta es una labor que Cortés ha realizado con precisión y que podemos experimentar a través de las obras que despliega Epílogo.
Imagen de portada: Theo Michael, Scorpion House (2016). Cortesía del artista
*1: ARTERIAM es una plataforma que ofrece distintos servicios relacionados al arte contemporáneo, integrada por Mauricio Cortés y Rosa María Moyá Vázquez.