Jugamos a que controlamos la naturaleza y terminamos como niños construyendo un castillo de arena. Así como metemos arena en una cubeta de plástico para darle la forma de una torre, metemos plantas en botes de leche condensada o en bolsas de plástico para moldear la tierra y las hojas al tamaño ideal para la esquina de una sala. Asfixiamos un árbol de hule en una maceta para que lo verde decore el espacio entre la televisión y la ventana. Controlamos, clasificamos, bautizamos y aniquilamos según nuestro antojo. Hasta que un terremoto o un volcán o un cuerpo de agua jalado por la luna en una ola nos destruye los castillos de arena y nos recuerda que el control de la naturaleza es una ilusión.
Por eso tiene sentido que la conversación con las plantas de Sofía Ortíz sea de acuarela: de agua, de color y de movimiento. La misma materia que nutre y eleva las plantas a un cielo, Sofía la mezcla con color para plasmarlas sobre papel de algodón. Sofía elige un lenguaje en común, un acercamiento. La acuarela, como las plantas, exige un espacio para respirar, para fluir. Muchas capas asfixian la técnica, le quitan su autenticidad, su potencia, que es la de demostrar la voluntad del agua en rastros de derrames coreografiados. Y la acuarela no se borra. Se podría, pero es difícil. Porque la naturaleza no borra. Las heridas se cicatrizan, no se eliminan. Cada movimiento es definitivo y entra en el efecto mariposa, en la gran orquesta caótica del Todo.
A Sofía le llamo por teléfono desde una terraza en París. Es la primera vez que vivo un invierno entero aquí y que estoy fuera de México durante más de un año. Hace apenas dos semanas, los primeros brotes que vi en los árboles en la avenida donde vivo me impactaron los ojos y el pecho con una fuerza como si hubiera visto un bebé salir de una mujer. Desde donde estoy ahora, veo un árbol donde empiezan a abrirse tímidamente unas florecitas rosa chicle. Las que siguen cerradas se desnudan ante el sol frío en puños magenta, chiquititos, incrustados en ramas aún sin follaje. Sofía me contesta la llamada desde un parque cerca de su casa en Ciudad de México, pasea a su perro. Me dan ganas de estar caminando con ella entre los fresnos, las patas de elefante, las cactáceas y las plantas calientes de sus acuarelas.
¿Cómo colmamos nuestra necesidad de plantas? ¿Cómo nos conectamos con ellas? ¿Cómo tratamos a las que nos nutren, a las que nos alivian, a las que nos lastiman? Sofía me habla de Poussin y de Morris, de historia del arte, de la evolución en la representación de la naturaleza. ¿La representación viene también de las ganas de control? ¿O de comunicación? ¿Cuál es la frontera entre un vínculo sano y la manipulación?
Vista de la exposición de Sofía Ortiz, 'Apetito de espacio’, 2023. Cortesía de Nixxxon
Sofía retrató primero lo público y luego lo privado. Las plantas de la avenida y luego plantas en interiores. Afuera o adentro, entre el asfalto de la calle o en el barro de la maceta, el apetito de espacio está siempre presente. Sofía nombró una de sus obras Naturaleza muerta, lo que podría capturarse como “muerte a la naturaleza”, tallos vivos en una bolsa de basura, una prueba del juego de control.
Somos plantas, me dijo una amiga cuando yo debía elegir dónde vivir entre dos departamentos, ella apostando por el más chico, pero con más luz. Somos plantas: lo puedo confirmar en las pinturas de Sofía. Los humanos, absortos en el mismo sistema que asfixia a las plantas, en el mismo vórtex, cambiamos nuestra misión en la Tierra. Nos concentramos, como ellas, en convertirnos en un elemento útil en la estética capitalista, empotrados en clasificaciones que facilitan la manipulación de los que están en el poder.
Vista de la exposición de Sofía Ortiz, 'Apetito de espacio’, 2023. Cortesía de Nixxxon
Al final de la llamada, Sofía me cuenta su próxima exposición: montañas, paisajes, la búsqueda de sentirse rebasada por la naturaleza. Creo que en Apetito de espacio Sofía nos quiso demostrar cómo en nuestro juego de control, perdemos la verdadera relación con la naturaleza, que es la que se da cuando estamos, minúsculos, en su contexto. Y ellas, las plantas, estiradas, reproducidas, salvajes, abiertas al sol o al frío, en conjunto. Separar es dividir fuerzas. Arrancamos pedazos de naturaleza y observamos la pizca de cosmos desde el sillón de la sala, saciando nuestra necesidad de lo vivo bajo un techo o nuestro apetito de control.