Hay una silenciosa explosión en la galería Lateral, de ella no sale el desorden propio del caos, sino líneas paralelas, pliegues precisos y el orden de la observación meticulosa. Estamos en el mundo blanco y negro de Andrea Martínez, donde las olas fotografiadas se convierten en pliegues de una sábana infinita. El suyo es un universo de rocas, agua, luz, líneas, curvas y manos. Martínez, artífice de la luz, pliega y despliega los límites de la imagen.
Al entrar, dos manos sostienen el universo curvo frente a un fondo profundamente negro. Del otro lado, el agua entre las piedras esconde un sol que guiña en blanco y negro en un territorio sin escala. La imagen no está colgada al centro del muro, detrás se esconde una ventana y por los lados se envuelve de luz.
Alrededor de la sala hay piedras tan piedras que parecen salir tridimensionales de las imágenes, raspando al ojo que las ve. El ojo erosionado también se inunda viendo mares tan nítidos que se convierten en materia. Se leen en las cédulas las palabras “erosión” y “error”; el ojo-roca-mar se entiende como resultado del hecho activo de mirar. Las imágenes son exploraciones geológicas, magnéticas y erráticas.
De pronto el ojo piensa haber encontrado donde descansar: tres marcos casi blancos en los que viven hojas plegadas, pero aquí tampoco hay reposo óptico. Dentro de estos marcos se aloja la afirmación de que la fotografía es papel y que ver una imagen fotográfica es ver un objeto. El ojo no descansa ante estos blancos porque hay un error casi magnético en ellos: el pliegue fotografiado e impreso no coincide con el pliegue del papel. El desfase es sutil e increíblemente incómodo: el ojo reacciona al desajuste. Recordemos la imagen inicial en la que las manos sostenían una curva perfecta, redonda como un planeta; imaginemos a esas mismas manos doblando el papel. Un guiño al cuerpo –no sólo al ojo– que opera la cámara fotográfica. La fotografía es fotografía, pero también es una leve escultura.
Andrea Martínez, ‘Las líneas que se desvanecen bajo el sol’, vista de la exposición. Cortesía de la artista y Lateral.
En la siguiente sala, el cuerpo aparece. Ya no sólo es el cuerpo de quien visita la exposición, sino el cuerpo multiplicado en imagen. Lo vemos retratado mientras dirige el espacio al interior de la fotografía con las manos. Al fondo de las dos imágenes, en las que se ve la misma figura en dos espacios muy semejantes, se vislumbra un horizonte negro que divide el plano de la imagen. Al centro, el cuerpo retratado se establece como vertical frente al paisaje. Arriba, se observa un sol que logra brillar cálido entre los grises y que provoca una sombra casi perpendicular. Dentro de las imágenes, la figura eleva los brazos negando la gravedad. Los dos gestos –ligeramente diferentes– que las fotografías registraron en dos momentos distintos se enfatizan con el montaje. Descubrimos que el gesto no es solamente interno, sino también externo a la imagen.
Andrea Martínez, ‘Las líneas que se desvanecen bajo el sol’, vista de la exposición. Cortesía de la artista y Lateral.
Hay una superposición de territorios materiales entre el allá de la fotografía y el aquí del material. El vidrio que cubre la imagen impresa y enmarcada tiene líneas verticales y curvas talladas en su superficie. La transparencia esgrafiada del vidrio revela algo más: Martínez nos señala que el vidrio es vidrio y también espacio. Cuando recordamos que estamos en la galería y que estas imágenes-mundo están colgadas sobre un muro, un destello mínimo obliga a prolongar la mirada, las imágenes se proyectan hacia afuera.
Regresamos a la primera sala. Mientras todas las fotografías siguen librando una ordenadísima batalla entre piedra, agua y luz aparece una sutil revelación: el breve límite del piso y la pared está resaltado con un polvo entre azul y violeta. Es entonces que recorremos el espacio ya no sólo como ojo, sino como cuerpo. La galería se vuelve territorio haciendo que nos invada la insoportable pregunta: ¿dónde empieza y dónde termina –si es que alguna vez termina– el paisaje?