'Como renuncia a ser una flor lo que es hierba' de Mariana Paniagua
por Roberto Carrillo
En Nixxxon
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¿Cuántas pinturas sobreviven a y en una pintura? Qué misterio el de las pinturas que muchas veces son sólo una ruina de otras, un cementerio y un panteón; diosxs y cadáveres reunidos, luces y sombras, estelas de fríos minerales y humores.
Cuando presencio la obra de Mariana Paniagua, me siento frente a un misterio que no quiero resolver, un laberinto de pensamientos y sensaciones me arropa, me nutre, me suspende. Algo allí sucede entre un adentro y un afuera, rompiendo claramente las divisiones entre qué es uno y qué el otro.
El Paisaje. Una tensión me interpela, no sólo es el adentro y el afuera indistinto, sino también lo infra y lo supra. Los cielos ahogados y las tierras volando tiernamente sobre la mirada. Hay un fragmento en el Ulises de Joyce que para mí tiene que ver con la pintura… y también con el paisaje. “Nacidos todos en la oscura tierra llena de gusanos, frías chispas de fuego, luces malas brillando en la oscuridad”, aunque Joyce se refiere a piedras preciosas, pienso que funciona igual para los pigmentos: hay un tipo de pintura que proviene de su arraigo a la tierra húmeda, fría y oscura, en lugar de a la cálida luz seca que afecta nuestros ojos.
Hay una noción de paisaje que está pensada desde el mirar como un efecto de la luz, estos paisajes tienen mucho que ver con la horizontalidad y la vitalidad, el cuerpo erguido y el uso de las manos para el trabajo, pero me interesa otro tipo de paisaje, el que viene desde la tierra, que se infiltra orgánico, en el que bacterias, pieles y nervios se mezclan para habitar un mirar entre o con la oscuridad. Un mirar al tocar, ser parte del paisaje, ser cuerpo-paisaje en el que el trabajo es resistencia y subsistencia de la tierra, en el que la noche y la profundidad nos arrojan a lo inmediato, al golpe de las cosas y a su muerte también. La desaparición.
Siento que los paisajes de Paniagua vienen de esa imaginación de desaparición, pero no de quien mira y deja de ver algo, sino de quien toca y en cada tocar olvida un poco; una intuición de lo que sigue es guía para recordar lo olvidado. Por eso, la necesidad de tocar varias veces las mismas cosas, la fugacidad de lo textural.
La pintura de Paniagua va y viene, es una suerte de acumulación y despojo, pequeños gestos aconteciendo, habitando, transformando. Se tiene la sensación de que no hay nada que sobre, de estar contemplando espectros, presencias de ausencias, algo sucede allí, ¿qué es lo que se ausenta? Podría pensarse que la pintura, es decir, el color mismo, lo material, la cera o el aceite, la saturación del pigmento, su uso, pero también podríamos pensar que se ausentan otras pinturas, su vasta genealogía, pero no, no se van del todo, su historia no se escapa, tampoco su materialidad, una especie de huella, de impronta de otras pinturas es lo que nos conmueve, como si habitáramos un antiguo cuerpo, posesión impura, compartir deseos, miradas, flujos y, al mismo tiempo, despojarlos.
Pinturas que nacen desolladas, como si le pudiéramos quitar la piel al paisaje, como si nos pudiéramos quitar la piel en el paisaje, fundirnos con él y, al mismo tiempo, volver a su textura. Urdimbres en las que ocultar y mostrar configuran un estar allí, con la mirada desorbitada, observando los cielos o tal vez las tierras, que probablemente sean lo mismo, buscando una transparencia entre los granos de arena y las huevas marinas.
Hay algo de portal en la obra de Paniagua, un umbral misterioso que lo transtorna todo, sin embargo, no hay dolor, no hay drama, es como el monje que se inmola, también se ha despojado del dolor. El portal es una suerte de formas, formas sin figura que nacen de la propia resistencia de los materiales, de los fantasmas de las pinturas mismas, resistencia a ser el todo, a ser con el todo. Se fragua la fractura, la ranura, el portal como una herida todavía sin cicatrizar, todavía sin que el cuerpo esté dispuesto a sanar o morir. Es en ese momento en el que irrumpe el cuerpo herido, despojándonos.
Mariana Paniagua, Un puño de tierra, 2020. Cortesía de Nixxxon
Pienso en la pintura de Paniagua como pequeñas heridas sin dolor, o con un poco de dolor. Brechas de cuerpo en una constelación, en un móvil de tiempos en donde cielo y tierra penden jugueteando. Es lo que habita del polvo estelar en las sólidas rocas de la montaña, los gases que hieden del centro y desaparecen en el aire. Así como el bálsamo de cera, cae y brota, nace y muere, se funde y se separa del paisaje, el cuerpo navega en pequeñas heridas, entre umbrales, como si cada estrella fuera la posibilidad de un nuevo dibujo y cada cuerpo celeste una guía en la tierra.
Una pintura en riesgo, unas cuantas manchas, un valor cromático, un poco de ocre, algún prusia quemado, medios tonos, un punto amarillo, el gesto mínimo de una marca, un bloqueo; un concierto de decisiones que devienen en pintura, sombras y vestigios de otras conversaciones, tal vez de algunos sueños, algunos charcos explotando de niñez, algunas risas brotando de rostros antiguos. Pienso y siento la pintura de Mariana a la manera de una canción, como la balada de un silencio temeroso de Alberti: “Aquí, cuando muere el viento, desfallecen las palabras”.