¿Quién hace los ídolos que veneramos? Apuntes sobre Historia de arena de Diego Pérez
por Fernando Pichardo
En Galería RGR
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Tras la pausa derivada por la pandemia, Galería RGR reanudó su ciclo de actividades con Historia de arena de Diego Pérez, una muestra que cuestiona el papel de los monumentos como promesa de perpetuidad. El artista tomó como punto de partida los valores simbólicos de la arena para forjar nuevas percepciones en torno al oficialismo histórico que se despliega desde materiales “que duran para siempre” como el bronce o la piedra, lo que impide la participación de nuevas lecturas y perspectivas.
La arena es un conglomerado de partículas amorfas sin principio ni fin, que en estado natural se encuentra en eterno movimiento. Pérez utilizó estas cualidades para generar un comentario en torno al nacionalismo mexicano: un proyecto gestado en el siglo XIX que desde entonces ha recurrido al patrimonio arqueológico para forjar una ficción gloriosa del pasado y que ha derivado en una identidad monolítica que fracasa en su misión de afianzar un arraigo en la sociedad.
La exhibición se articula sobre dos ejes que se inspiran en las nociones de impermanencia en lo monumental y de permanencia en lo efímero, estableciendo una conversación entre la escultura, la fotografía y la arquitectura temporal. En el primer bloque, el artista tomó como referencia a los basamentos piramidales —caracterizados por haberse erigido con piedra— para fabricar prototipos que nos recuerdan que la transformación es un fenómeno inevitable, capaz de superar cualquier discurso modernizador. En el segundo, Pérez concibió una serie de estatuas hechas con una piedra basáltica llamada recinto, recuperando el sentido regional que tuvo este tipo de cantera en el arte mexicano durante la primera mitad del siglo XX. Las obras en esta sección abrevan de la iconografía mesoamericana, lo caricaturesco y la arquitectura fantástica.
Vista de la exposición de Diego Pérez, Historia de arena, 2020, Galería RGR. Cortesía de Galería RGR
El evento sitúa como nodos a las Mesas infinitas, tres templos a escala fabricados con arena y colocados en soportes de madera. Las esculturas emulan construcciones arcaicas que tradicionalmente se vinculan a los orígenes de la humanidad, como los zigurats y los basamentos circulares. Cada maqueta se concibió como un ensayo no replicable: Pérez restaurará una única vez estos castillos de arena, para después soltar el control de lo que pueda suceder con las estructuras posteriormente. Con estas piezas el artista rinde un homenaje al paso del tiempo, permitiendo que la erosión se apropie del proceso creativo.
Pérez también recurrió a la arena para desestabilizar la visión pragmática, heroica y moralizadora sobre la que tradicionalmente se basan el modelo de desarrollo social y la historiografía en México. Las obras reunidas son un llamado a cómo los memoriales, colosos e imperios que levantamos terminan por convertirse en ruinas. Parte del registro en imágenes que el artista hizo de sus prototipos en las playas de Puerto Escondido se incluye en la serie Apuntes para la mesa infinita. Vista panorámica.
Diego Pérez, Muro sin nombre, 2020. Cortesía de Galería RGR
De igual forma, la muestra evoca al contexto urbano que rodea al taller de cantería donde se elaboraron las obras, ubicado en el Estado de México. Para conseguir efectos de amplitud y enclaustramiento en la nave de la galería, se colocó un muro de tabicón tallado con cráneos y motivos prehispánicos. La instalación forja una continuidad entre los altares de sacrificio conocidos como tzompantli y la autoconstrucción que domina en la Zona Metropolitana del Valle de México. Mediante la superposición de los tabicones y la inclusión de un asador que acompaña a esta barrera, se generó una asociación con métodos de construcción improvisados, que en muchas ocasiones se ejecutan con lo que se tiene a la mano.
El carácter industrial del tabique sugiere una correspondencia con Piedras sin título, un grupo de ready-made que Pérez compró a un escultor que vive en situación precaria —o artesano amateur, como el sitio web de la galería lo menciona— en Chimalhuacán. Se trata de un conjunto de tallas en piedra y cascajo cuya apariencia borra los límites entre lo antiguo y lo nuevo, al confundirse fácilmente con figuras y deidades precolombinas. En suma, las obras y la pared efímera citan a la riqueza visual que radica en la mayoría de los núcleos urbanos del territorio nacional. Sin embargo, la intención bajo la que originalmente se generaron desatiende a las cadenas de producción que deberían abordarse cuando se habla sobre periferias.
Diego Pérez, Prócer anónimo, 2015. Cortesía de Galería RGR
Tomemos como ejemplo a Prócer anónimo, una obra realizada por el mismo artista amateur que consiste en un trozo de cascajo que emula a los bustos de Benito Juárez, que abundan en los espacios públicos de todo el país. En ella se muestran las modificaciones que los símbolos patrios reciben desde la colectividad, además de situarse como un diálogo donde confluyen la individualidad de Pérez y el anonimato del artesano. No obstante, este último punto resulta problemático en tanto el espectador nunca obtiene algún indicio sobre la identidad del tallador.
Es probable que el Prócer se añadiera al ensamblaje para visibilizar las redes de colaboración sobre las que Pérez se apoya, pero el reconocimiento parcial que en este caso se dio al otro autor subordina la labor física e intelectual de quienes han sido categorizados como “artesanos” por generaciones. Ello fortalece narrativas hegemónicas que posicionan a la figura del artista como genio creador. Ante este panorama, es necesario preguntarnos cuál fue el beneficio que obtuvo este personaje en términos económicos o profesionales tras la adquisición de sus piezas.
En la exposición se agregaron otros trabajos que juegan con conceptos aparentemente contradictorios. Uno de ellos es El sabueso del Vasco, el cual recupera las crónicas de Leoncico, un perro que adquirió fama entre los conquistadores del Darién por la violencia con que desmembraba a los indígenas de la zona. Por su parte, El perro y la serpiente consiste en un gesto de humor que combina al hieratismo de la escultura mexica con los dibujos animados.
Diego Pérez, El sabueso del Vasco, 2020. Cortesía de Galería RGRDiego Pérez, El perro y la serpiente, 2020. Cortesía de Galería RGRDiego Pérez, Mesa de mármol con dos escaleras, 2020. Cortesía de Galería RGR
A un costado se exhibe La casa del cantero y Mesa de mármol con dos escaleras, piezas que se encuentran entre las de mayor potencial expresivo por la interacción de formas orgánicas y abstractas que presentan. La segunda pieza, tallada en un bloque de mármol de Carrara que se descartó del Palacio de Bellas Artes durante una restauración, contiene desniveles, escalinatas, rugosidades y nichos que recuerdan a la arquitectura metafísica concebida por Gonzalo Fonseca a partir de los años sesenta.
Historia de arena traza una narrativa donde el elemento en cuestión se posiciona como una metáfora de la multiplicidad de universos que existen —un argumento recurrente en varias culturas— mediante una visualidad poética y una exaltación de las superficies, las texturas y la atemporalidad de las materias primas utilizadas. Pero la crítica a los monumentos y a la vigencia del ideal de Patria ejercido por Mesas infinitas se suma a una postura del horizonte contemporáneo que cada vez adquiere más aceptación, por lo que esta línea no resulta desafiante.
Por otro lado, el discurso de Pérez se torna ambiguo al momento de formular si lo que se busca con la aparición de obras hechas por un tercero es subvertir las inequidades de los circuitos comerciales del arte. ¿Cómo replantear las enunciaciones de futuras comisiones para que los artesanos no sean percibidos por el público únicamente como proveedores de servicios o mano de obra? ¿Cómo incorporar desde las galerías a las voces y complejidades que componen a las periferias, más allá de lo plástico o lo formal?
La exposición estará abierta hasta el 31 de octubre del 2020, agenda previamente tu cita aquí.